CUANDO uno llega al aeropuerto de N-Djili en Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, y se superan las dificultades aduaneras, el traslado a la ciudad se hace por una ancha avenida que ofrece al visitante una primera buena impresión. Pero al llegar a la ciudad uno constata la realidad del país.

A la República Democrática del Congo no llega el turismo, no se quiere turismo. Llegan empresarios, más bien ejecutivos, de empresas principalmente dedicadas a la minería. La RDC tiene importantes reservas de cobalto (mayor productor del mundo), diamantes (segundo productor del mundo), cobre (de los mayores productores del mundo), oro, coltán, estaño, casiterita, etc., explotadas por compañías americanas, inglesas, francesas, belgas, etc. principalmente. Y está claro que toda esa riqueza no está bien distribuida cuando uno de los países más ricos del mundo tiene una renta per cápita de 500 euros al año.

El Estado no ofrece servicios sociales adecuados: las escuelas y hospitales públicos son muy deficientes y con poca diferencia en cuanto a cuotas de pago con respecto a las privadas. La función de las iglesias cristianas y ONG es crucial en educación, sanidad y alimentación, si bien no pueden alcanzar a cubrir más que un reducido porcentaje de necesidades. El presupuesto de una escuela que visitamos, para 710 niños con treinta profesores, un coordinador y dos vigilantes, con alquiler del inmueble incluido, es de unos 50.000 euros al año. La media de hijos por mujer es de seis niños y la población en su mayoría subsiste del pequeño y a veces ambulante comercio.

Hay un caso curioso, por llamarlo de alguna manera, en la RDC. Se trata de la brujería que se extiende de forma alarmante por el país. Pastores o chamanes están adquiriendo gran poder de convocatoria ante un pueblo ignorante ávido de recibir consuelo y promesas de un futuro transcendente mejor; y es práctica habitual culpar de brujería a algún miembro de la familia, generalmente niñas adolescentes, y de ser las causantes de cualquier mal que aqueje a la familia. Esto significa el repudio a la niña, que es expulsada de casa y forzada a vivir en la calle, donde sufre toda clase de vejaciones.

En Kinshasa existe una zona, a orillas del río Congo, en la que están las embajadas y residencias de las élites y dos hoteles de cinco estrellas, el Kempinski y el Pullman; todo ello custodiado por numerosos grupos de soldados que hacen guardia continúa. En otra zona están los edificios de los bancos y algunas empresas, generalmente extranjeras. El resto de una ciudad de doce millones de habitantes poco o nada tiene que ofrecer.

La guerrilla se ha perpetuado en zonas del país y dicen que promovida, como siempre, por intereses espurios. Y, por otra parte, está el fatídico ébola que se deja ver de vez en cuando, aunque los autóctonos dicen que es perenne en algunas zonas del Congo. En esta ocasión -finales de mayo-, aunque la OMS y las ONG habían actuado con celeridad, estaban preocupados porque los brotes habían surgido a orillas del río Congo y su tráfico de mercancías y gentes hacían difícil el aislamiento de la enfermedad.

Es doloroso ver las condiciones en las que viven los congoleños: se estima en un 15% de la población la gente muy acomodada, con otro porcentaje desconocido de clases medias (según el standard congoleño), mientras el resto de la población subsiste con rentas que apenas alcanzan el dólar por día, sin expectativa de un futuro mejor. Es tremendo asumir que uno de los países más ricos del mundo en recursos minerales, tenga una de las rentas más pobres de la Tierra.

Últimamente, reconocidos analistas económicos se muestran más incisivos en sus artículos y están pasando de sus fríos informes sobre la situación macroeconómica y las dificultades de cambio a políticas más sociales debido a las circunstancias prevalentes, a cuestiones de contenido social práctico; y hace unos días nos sorprendían con comentarios a favor de una mayor intervención de Bruselas en relación con la entrada de emigrantes y refugiados en Europa, proponiendo el desarrollo de estructuras empresariales que generen trabajo en los países de origen de la emigración.

El comentario para quien acostumbra a visitar el África subsahariana y conoce su realidad es emotivo, ilusionante; pero se nos hace utópico en lo simple de la exposición, habida cuenta del marchamo de la economía globalizada y específicamente por la intervención de las corporaciones en los países a los que nos referimos.

Bruselas tendría que empezar por poner firme a las multinacionales que actúan en el África subsahariana porque, puede ser cierto que factores tribales ejerzan una influencia negativa en la estabilidad de dichos países, pero si encima les proveemos de armas y corrompemos a sus élites económicas y políticas a cambio de facilidades en la compra de materias primas ¡no hay solución posible! Y es que los europeos tenemos un plus en nuestras rentas a costa de la miseria de ciudadanos de países con inmensas riquezas en su subsuelo que pasan a precios ventajosos a nuestras economías.