JULEN Guimón tituló así, Los métodos ilegales, uno de los capítulos de su libro Euskadi y la transición (Editorial Burguete, 1996) y escribió con toda naturalidad que la utilización de métodos ilegales contra ETA se discutió con absoluta transparencia en conversaciones personales, aunque en público se hizo veladamente y no muy a menudo. Dejó escrito al respecto que el portavoz de Alianza Popular en el Parlamento Vasco dijo el 16 de noviembre de 1980: “Estamos en guerra y en una guerra se combate con armas, produciendo al enemigo las mismas bajas”. Estas palabras le habían impresionado menos que las del senador del PNV Julio Jáuregui cuando proponía al Estado la creación de una guerrilla clandestina contra ETA, lo que posteriormente, el 19 de noviembre de 1980, matizó explicando que quería decir que, tratándose de una guerra revolucionaria, había que actuar como se actúa en una guerra revolucionaria. No tenía Julio Jáuregui, en palabras de Manuel Irujo, la “hoja de servicios” patrióticamente más brillante, ni fue siempre “santo de la devoción entre nosotros”, pero fue el activista y resistente de esa generación seguramente más activo, Joseba Elosegi, el mismo que quiso morir por sus ideas prendiéndose fuego ante Franco, quien más expresamente defendió contra ETA “procedimientos de fuerza” y “buscarles en su campo”, en ese territorio vascofrancés que “han elegido como territorio libre para sus aficiones”.

Julen Guimón, famoso por haber aportado el transistor con el que los encerrados en el Parlamento español seguían las informaciones del exterior, dice también que tuvo constancia de que el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 estuvo en parte, “si no en su totalidad”, motivado por el deseo de resolver los problemas vascos por la tremenda y “no solo por parte de los nostálgicos del antiguo régimen, sino también por otros”. Los otros eran los socialistas que defendían a su decir la necesidad de un “baño de sangre”, una “marcha de los infantes”, acompañada de la recomposición de los Grupos del Congreso y una alianza electoral con algunos miembros de UCD. A Enrique Múgica, Joan Raventós y al alcalde de Lleida, Antonio Ciarana, se les atribuyó una reunión en las semanas previas al 23-F con el general Armada en la que se habría tratado la posibilidad de que los socialistas, para reconducir la situación, participaran en un hipotético gobierno de coalición presidido por un militar, lo que los socialistas por supuesto negaron.

Se ha argumentado con frecuencia que ETA pretendía al atentar contra gobernadores militares, almirantes, generales, coroneles, comandantes... provocar el golpe de Estado que dejara en evidencia dónde residían los poderes reales de la democracia posfranquista. La propia ETA nunca lo ha reconocido así, incluso lo ha desmentido al decir que lo que ellos buscaban era lo que decían, es decir, la negociación, tomando como base la Alternativa KAS. En todo caso, ni a ETA ni a nadie se le podía ocultar que su reiterado ataque a la jerarquía militar podría desembocar en un golpe de timón “para reconducir la situación”, bajo tutela de los Ejércitos y con la comprensión de los grandes partidos políticos españoles.

Ricardo García Damborenea publicó un opúsculo para recoger la conferencia por él dictada en febrero de 1985 a comisarios de la Academia Superior de Policía de Ávila. En relación con esta cuestión, sostenía que en 1980 ETA podía hacer variar el curso de la historia, pero en 1984 no, porque lo que era un proyecto político recién nacido se había transformado ya en una realidad que caminaba, despejadas las dudas de 1977: “No existe en España un grupo armado -dijo- capaz de alterar el proceso democrático, tenga o no tenga el apoyo de un sector de la población española”, y “los Gobiernos ni hacen ni dejan de hacer porque exista ETA”. En la conferencia trató del GAL como de pasada al explicar los motivos que habían provocado el favorable cambio en la situación y atribuirlo a la mejora de la operatividad de las Fuerzas de del Estado y a la nueva actitud del gobierno francés. No reconocer que el GAL había “contribuido significativamente” al debilitamiento de ETA le hubiera parecido “un fraude intelectual”.

En octubre de 1983, todavía se compraban semanarios políticos editados en España. Uno de ellos, Tiempo, publicó un casi monográfico sobre la guerra sucia contra ETA, con un policía armado hasta los dientes en portada y un extenso reportaje firmado por Isabel Martínez, Luis Reyes, Antonio Trujillo y Carlos Carnicero. Lo resumía en su entradilla en que el Gobierno había dado luz verde a los especialistas en la lucha antiterrorista y les había ordenado: “Acaben con ETA antes de que ETA sea el pretexto para que acaben con la democracia”. Desvelaba que se había producido días antes un pacto entre González y Fraga sobre medidas excepcionales contra el terrorismo, “que en otros países democráticos, en las mismas circunstancias excepcionales, se llama guerra sucia”. El líder de la derecha le había prometido al presidente socialista que no serían ellos quienes les sacaran los colores: el gobierno tiene carta blanca, afirmaban los autores del reportaje. Deducían estos de la reacción social al fracasado intento de secuestrar a José María Larretxea para salvar al capitán Barrios que, “contra todo pronóstico”, importantes sectores de la opinión pública condenaban los resultados, pero daban carta blanca al método. Abundando en esta idea, subrayaba que “en el País Vasco, las protestas por la actuación de los policías españoles en Francia y por la desaparición de los jóvenes José Ignacio Zabala y José Antonio Lasa no han podido ser más débiles: el clima social que ofrece cobertura a la guerra sucia está servido”. Según Tiempo, también en el Ejército existía un clima favorable para hacer la guerra a ETA, pero se inclinaban por una intervención directa mediante las compañías especiales, las COES, y otras unidades. “Todo está listo, expertos, psicólogos, técnicos en informática -decía- solo falta el brazo operativo para que la maquinaria de la guerra sucia se ponga en marcha”. El reportaje concluía afirmando que el Gobierno socialista pregonaba a media voz una campaña de guerra sucia y no había reacciones furibundas “ni siquiera en el País Vasco”.

Quien frecuentemente ha sido mencionado como el gran cerebro tapado de la lucha contra ETA en los años del GAL, Andrés Cassinello, preguntado por una periodista de El País si había sido el jefe del GAL, respondió: “Fíjate, si fuera verdad y tú lo hubieras descubierto, tu vida valdría solo dos pesetas”. Dijo también que hay cosas que es mejor que no se sepan nunca, no desmintió que hubiera afirmado años antes que prefería la guerra a la independencia del País Vasco y que el GAL hubiera golpeado a ETA en su santuario con “una campaña imaginativa, conducida con éxito”.

No les falta razón y argumentos a los que sostienen más en privado que en público, más velada que abiertamente, que los métodos ilegales contra ETA estaban asumidos por una buena parte de la clase política y de la sociedad y que, como ha dicho Federico Jiménez Losantos, el GAL pudo haber sido moralmente reprobable, pero a su España le hizo un gran servicio. Naturalmente, cuando sugiere otro GAL para esta Alemania que tan mal se está portando con los españoles, solo pretende provocar un escándalo, porque ya con las habituales provocaciones no le bastan para salir del anonimato. Pero dos y dos son cuatro aunque lo diga el Abc, que se decía antes y no ha perdido actualidad, y que el GAL le vino bien al Estado español lo piensan muchos, aunque solo lo diga con descaro Federico.