Y a los futbolistas? ¿Y a los aficionados que acuden a los estadios, o disfrutan de los partidos ante los televisores? ¿Y a los forofos que se empeñan en dar a entender, de forma desmesurada, que su apego a los colores de una camiseta les obliga a convertir su presencia en los estadios en un grito mucho más ruidoso que entusiasta? ¿Y a los soñadores que creen en el fútbol como si fuera una especie de maná para sus hijos y descendientes? En suma, ¿qué le pasa al fútbol?
El fútbol es un juego. Surgió como tal y como tal debe seguir siendo catalogado. Cuando se practicaba en cualquier espacio desocupado, con una esfera improvisada y elaborada con cualquier material al alcance de cada cual según sus posibilidades económicas, servía para socializar el tiempo libre de los niños y muchachos. La idea más sencilla y rudimentaria mostraba que, aparte de la esfera, de papel o de trapo o de lo que fuese, (llamada pelota), bastaba que se señalasen dos puntos -límites de la portería-, entre los cuales era necesario hacer pasar el balón para que el gol -que era la consecución más exitosa del juego del fútbol-, produjese alegría y euforia. Los niños que jugábamos no soñábamos con la gloria por el mero hecho de manejar con destreza una pelota utilizando los pies, siempre más torpes que las manos. Sin embargo (nadie sabe realmente cuándo empezó a ser considerado un filón de oro), ahora el fútbol es una meta a la que aspiran tantos jóvenes que ven en el balón una moneda de dólar y sienten ilusoriamente que los gritos de ánimo y las voces laudatorias que vocean sus nombres en los estadios les convierten en figuras envidiadas y señaladas por las divinidades.
En el bellísimo libro de Eduardo Galeano, El Fútbol a Sol y Sombra, el autor recuerda una sencilla vivencia suya -“A aquellos niños que una vez se cruzaron conmigo en Calella (les dedica su libro)- y lo completa: “Venían de jugar al fútbol y cantaban: Ganamos, perdimos, igual nos divertimos”. En el libro, Galeano se muestra no tanto como un investigador de ese deporte llamado fútbol, sino como un sociólogo o un historiador que pone el lenguaje al servicio del relato y el análisis. Escribe Galeano: “La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el fútbol se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez”.
Este relato idílico choca de frente con el modo de proceder de los agentes que gobiernan las competiciones futbolísticas hoy, y con el comportamiento de los directivos de los equipos y formaciones deportivas de dicho deporte. Más allá de todo ello, los propios futbolistas muestran y demuestran que han llegado para servirse del fútbol, pero no para servir al fútbol. En el mundillo de ese deporte tan noble y competitivo, las noticias resultan espeluznantes y en buena medida abominables. La especulación económica está impregnando este deporte de forma descarada y escandalosa. Millonarios con escasos escrúpulos se han hecho dueños y señores de los más importantes clubes de fútbol, sometiendo a los equipos y a los futbolistas a ser meros miembros de los harenes a los que pertenecen. En los últimos años, los grandes equipos han dejado de ser organizaciones manejables para caer en manos de capitales y capitalistas procedentes de países y áreas del mundo en las que la democracia no existe o donde la acumulación de riqueza en manos de quienes se erigen en presidentes de los clubes responde a prácticas muy poco recomendables, cuando no ilegales. Los profesionales, es decir, los futbolistas, ejercen su oficio con la habilidad y destreza que tienen a su alcance, pero convertidos previamente en mercancía humana, objetos de carne que van y vienen con un precio pegado en su espalda y su destino supeditado a circunstancias de lo más variopintas.
No es extraño que, así sometidos a todo tipo de transacciones, hayan dado la espalda al noble ejercicio de representar a una ciudad, a una masa poblacional afín a la formación deportiva de que se trate. Nuestros futbolistas muestran, en la mayoría de los casos, encefalogramas planos o excesivamente enrevesados, discursos vacíos repletos de frases hechas, incluso modas en sus maneras de vestir y de comportarse que no van más allá del limitado mundo del deporte que practican. He ahí la clave: nuestros estadios apenas muestran los signos de la nobleza inherente a cualquier deporte, sino que enseñan tatuajes ostentosos, peinados y cortes de pelo archirrepetidos, gestos que en aras de mostrar su autenticidad se quedan en lo estrambótico. Veamos: ¿no son tal el grito “Síííí” con saltito de Cristiano Ronaldo, o los brazos todopoderosos y en cruz del mesiánico Messi, ambos cuando marcan sus goles? ¿O, antes de ahora, el arquero que simulaba el ariete Quico Narváez o el volatín de Hugo Sánchez cada vez que metían un gol que, por cierto, era la más importante razón por la que eran futbolistas?
Estos elegidos, quizás predestinados, deberían ser conscientes de su alcance y de sus posibilidades como representantes públicos. Sí, es muy cierto que su misión primordial es provocar el delirio en los estadios revolviendo las gradas y forzando a las gargantas a proferir gritos de entusiasmo, pero deberían ser conscientes de que su poder es superior a las posibilidades de sus capacidades intelectuales en la mayoría de las ocasiones. Siendo, como son muchos de ellos, privilegiados social y económicamente, hay que exigirles que dediquen una parte de sus vidas, siquiera una fracción mínima de ellas, a convertirse en educadores de los ciudadanos que acuden a los estadios mostrando comportamientos no solo saludables sino decentes. La simbiosis que debe existir entre quien desarrolla una actividad deportiva como el fútbol y quien acude como espectador ha de llegar más allá del mero hecho de disfrutar juntos del triunfo. Futbolistas y aficionados deben formar una unidad, única, y no precisamente una reunión de intereses. El fútbol es ya una religión, del mismo modo que los estadios se han convertido en templos en los que cada domingo de partido se desarrolla un ritual complicado que se repite en las calles circundantes, en los alrededores del televisor, en las páginas de los periódicos que comentan las noticias, en los corrillos de los bares? El fútbol empieza a ser un espectáculo omnipresente y por ello difícil de administrar y de dominar. Sin embargo, ha alcanzado tal grado de influencia en el desarrollo social (genera tal afluencia de opiniones y repercusiones) que debe ser cuidado y protegido poniendo la precaución en el frontispicio de las acciones.
He dejado para el final una alusión, ciertamente dolorosa y preocupante, al comportamiento de los aficionados que integran las obsesionadas y violentas hinchadas, que van y vienen al lado de sus equipos mostrando un semblante nada acogedor, enarbolando la violencia como modo de aleccionar a los suyos en favor de la victoria. Nada aportan al deporte del fútbol ni adornan el espectáculo. Representan del peor modo posible a sus equipos, a sus ciudades, a sus conciudadanos. Degradan el deporte y dejan la dignidad que dicen defender a la altura del barro. Los cuerpos directivos de los clubes que ostentan dichas hinchadas tan violentas como ineficaces deben abominarlas y despreciarlas de forma pública y ostensible, cerrando al público aquellos espacios del graderío en que tienen su asiento.
Termino como he comenzado, rindiendo honores a este gran deporte que es el fútbol. Y recurro de nuevo a Eduardo Galeano: “Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”.
¡Salvemos al fútbol! Hay quienes dicen amarle tanto, con tanta intensidad, que pueden ahogarle para siempre de tantos abrazos como le dan.