EN pleno choque de trenes Madrid-Barcelona, hay quien ha puesto al lehendakari, Iñigo Urkullu, como ejemplo del régimen a desmontar. Se muestra así un desconocimiento absoluto sobre el proceso democrático que ha llevado, a partir de 1980 y hasta la actualidad, a la restauración de las instituciones que representa el lehendakari. Y, a la vez, se menosprecia la relación de estable integración social que han logrado estas instituciones.

Los relatos antagónicos más potentes del momento se han elaborado en torno a la cuestión nacional. Pero tanto el uniformismo central como el independentismo se expresan en referencia al Estado del 78, unos para blindarlo y otros para demolerlo. Estos discursos no son novedosos en Euskadi. En nuestro proceso instituyente, los desechamos y dimos preferencia a continuar por una vía autocentrada, que fuera coherente con la historia institucional vasca.

El primer Gobierno vasco fue proscrito por la dictadura. Pero los demócratas vascos nunca consideramos que aquel gobierno estuviera muerto o agotado por la clandestinidad. En la adversidad, su valor simbólico en términos de libertad y democracia no dejó de incrementarse. Frente a quienes creyeron que el régimen de Franco solo caería como consecuencia de un golpe violento, Agirre y sus sucesores creyeron firmemente en la movilización coordinada y pacífica de una multitud de pequeños esfuerzos. Al final de la dictadura, la sociedad civil vasca estaba organizada y disponía de unas instituciones políticas nacionales alternativas al oficialismo posfranquista, depositarias de un enorme poder simbólico y arraigo popular. Ningún liderazgo personal o colectivo podía hacer sombra a la esperanza política que representaba el Gobierno vasco, heredero de Aguirre. Ningún poder fáctico o insurreccional podía sustituir la fuerza de la sociedad vasca organizada.

En 1978, una posición crítica ante la Constitución (con abstención mayoritaria) nos liberó de que nuestras aspiraciones quedaran encorsetadas bajo la nueva norma. Por eso buscamos y realizamos un pacto entre nuestros representantes y los del Estado en torno a la recuperación de capacidades educativo-culturales, sociopolíticas y económico-financieras orientado hacia la devolución paulatina de los derechos históricos, sin que por este pacto se extinguiera la demanda de restitución íntegra de dichos derechos, como quedó expresamente reconocido en la Disposición Adicional del Estatuto que refrendaron aquel 1979 los tres territorios occidentales de Euskal Herria.

Es cierto que el pacto devolutorio ha sido defraudado una y otra vez, debido a una interpretación restrictiva del mismo realizada unilateralmente por parte del poder central. Y que la confianza en que el Estado cumpla voluntariamente su parte de lo acordado se ha ido diluyendo. A los gobernantes de España ha habido que arrancarles poco a poco lo comprometido, aprovechando sus momentos de crisis política o debilidad parlamentaria. De acuerdo con su compromiso, los representantes vascos en Madrid han tenido que practicar una constante guerra de movimientos tratando de sacar el máximo provecho a su pequeño grupo de diputados y senadores.

El Estatuto vasco de 1979 puede estar cegado, atascado o devaluado en sus contenidos materiales. Sin embargo, este hecho no debe significar que debamos abdicar de los valores simbólicos e institucionales y del significado histórico-político que contiene, que siguen legitimando un desarrollo en libertad para nuestro pueblo. Ahora crecen en potencia los discursos que defienden las posiciones más orilladas, que han mantenido una visión más restrictiva acerca de la legitimidad de nuestro estatus vigente. Por el contrario, hay un debilitamiento narrativo del cauce central que ha vertebrado el sentido común de la mayoría de los vascos. Ante el inicio de un proceso de conformación de un nuevo estatus político, para no desvertebrar esa centralidad sociopolítica, hay que reconstruir el relato que la integró en el pasado, siempre de acuerdo con la veracidad de los hechos.

Aguirre reivindicó el derecho de la nación vasca a la continuidad histórica. La recuperación del Gobierno vasco es una referencia fundamental en la narración de este recomienzo democrático, que se materializó con la transmisión de poderes entre Leizaola y Garaikoetxea. Al contrario que la Generalitat, este gobierno nunca se puso al servicio de la transición suarista. Nuestras instituciones no son tampoco producto del posterior régimen del 78, sino de la libre expresión de la voluntad de los vascos. Poner a la par el origen de las instituciones vascas y de las del Estado es ignorar o despreciar la historia institucional vasca.

El acontecimiento que en 1979 restauró las instituciones democráticas vascas fue el pacto y la decisión libre de los ciudadanos vascos, no una ley orgánica de las Cortes. Por eso, decir como se dice que los gobiernos del Estado incumplen una ley orgánica aprobada por su propio Parlamento puede parecer un argumento formalmente irrebatible, pero en realidad sugiere que el autogobierno de los vascos es producto de la voluntad de unas Cortes españolas, que lo mismo pueden dar estatus que quitarlos. En realidad, lo grave es que esas instituciones incumplen un pacto bilateral, e incumplen asimismo la voluntad democrática expresada por los autogobernados en referéndum, realidades políticas que no se pueden ni deben interpretar unilateralmente.

Además, este pacto del 79 incluyó la expresión de la nacionalidad vasca, la adhesión voluntaria de todos los territorios vascos del sur de los Pirineos y una vía abierta para autodeterminación foral. El reconocimiento de esta última fue clave para que una comunidad que se había mostrado crítica con el nuevo régimen constitucional se transformara en una comunidad comprometida con la norma estatutaria. Sucedió así porque la disposición adicional del Estatuto se planteó como una vía más idónea y despejada, utilizable en función de nuestra propia iniciativa, para que pudiéramos decidir nuestro futuro que la más mentada y problemática de la Constitución. El pueblo vasco sería el sujeto protagonista de la disposición estatutaria, siendo como es el agente político que no renuncia y se reserva la facultad de realizar el acto de decisión necesario para reclamar los derechos que le corresponderían con arreglo a la historia, acto que cabría acomodar en el ordenamiento jurídico. Por el contrario, en la disposición adicional primera de la norma del 78, es el acto constitucional el que ampara y respeta los derechos históricos y a su luz se habría de interpretar el alcance de ese compromiso, y la actualización de esos derechos quedaría restringida, en una reiteración significativa, a su marco literal.

40 años después, vuelve el debate sobre la deconstrucción del franquismo. En este contexto, hay que abandonar el actual silencio narrativo y recuperar el relato transicional vasco. Hay que explicar a las nuevas generaciones que, frente a la opción de comprometerse con la reforma política suarista, el pueblo vasco optó por reinstaurar la institución nacional que había luchado contra el franquismo. En el ámbito político-institucional, es evidente que el proceso democrático vasco se realizó de manera muy diferente a los diferentes territorios del Estado, en los que la ruptura democrática no es nada evidente. Hecho que no es en absoluto ajeno a la escasa atención que esas instituciones territoriales están otorgando en el ámbito memorístico a las secuelas de la dictadura.

Urkullu es el séptimo lehendakari vasco. Representa la segunda época del Gobierno vasco, cuyo regreso únicamente pudo producirse tal y como había predicho Aguirre, a partir de “la expresión legítima de la voluntad libre” de los vascos, materializada en 1979 en ruptura con el sistema franquista. Políticos como Rufián (ERC) deberían conocer esta historia antes de aventurarse a decir que el lehendakari “forma parte del régimen”. Y deberían leer la transición catalana con un criterio autocrítico. Aquella fue, en realidad, una sucesión de errores. Al margen de la renuncia al Concierto catalán, la entrega del capital simbólico de la Generalitat al presidente Suárez y al rey Juan Carlos pudo ser el más grave de todos (octubre 1977). “Usted no es nadie? usted es lo que yo digo que es”, le dijo el presidente español a Tarradellas (ERC). Tarradellas cayó en la trampa, aceptó que la Generalitat que presidía fuera legalizada por Real Decreto, al margen de la decisión democrática de los ciudadanos catalanes, y se comprometió personalmente en el proyecto suarista. Ahí se anticipa y adquiere pleno sentido el régimen del 78, contra el que hoy lucha la misma Generalitat y el resto de las instituciones nacionales catalanas.