Nación española y religión constitucional
EL constitucionalismo suele presentarse como un paradigma de modernidad: ciudadano, universalista y democrático. Esta fachada ampliamente difundida para consumo interno e internacional, oculta una realidad muy distinta porque en la base de la constitución española está la nación: “La constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Constitucionalismo y nación española, como dispone el artículo 2 CE, forman una pareja de baile inseparable. Una deducción simple y evidente, al alcance de un infante de primaria, que sin embargo, buen número de políticos, académicos o periodistas suelen ocultar y que aún menos están dispuestos a criticar, a pesar del carácter poco democrático de la fórmula nacional-constitucionalista escogida. Para curarse en salud, la inteligentsia constitucionalista española prefiere atribuir a vascos y catalanes el atavismo de ser nacionalista, lo que considera una forma de primitivismo y de racismo, mientras les parece razonable que regularmente se celebren episodios de exaltación nacional, se enarbolen banderas rojigualdas o se proclame como un sortilegio la unidad de la patria. Para la propaganda española no se trata de manifestaciones nacionalistas sino de actos a favor de la libertad, la ley y la felicidad en el mundo. Ni siquiera aunque las matinés estén amenizadas por recurrentes cantinelas cosmopolitas del tipo: ”Yo soy español, español, español” o sazonadas con ecuménicos gritos de “¡vivaspaña¡”.
El Estado español, una denominación que popularizó la dictadura franquista, no ha sido capaz de configurar una nación española sostenida en principios democráticos. Según la concepción esencialista del artículo 2, la nación española es indisponible para sus ciudadanos. Caracterizada como un intangible: “Indivisible e indisoluble”, está fuera del tiempo político, en un más allá metafísico. Según la teología constitucional, España ha sido, es y será, y pretender que la nación pueda ser el resultado de una adhesión libre y voluntaria es un disparate, algo insensato, incluso ilegal. La nación constitucional española tiene un carácter supremacista y la versión castiza del: “Spanien über alles”, que España está por encima de todo, suele traducir un pensamiento patrimonial, “Cataluña es España”, y patriarcal, “Cataluña es de España”. También un carácter paternalista para con otras naciones, a las que a lo sumo reconoce como nacionalidades, y a las que como mucho considera culturalmente.
Para el nacionalismo español, el independentismo catalán, o el vasco, como en la antigua Unión Soviética la disidencia, es una enfermedad, signo de insensatez y locura. Semejante visión da continuidad a un fundamentalismo religioso de impronta autoritaria e intolerante. Si en el marco de la Cristiandad la ortodoxia reprimía a otras manifestaciones religiosas: judaísmo, islam, protestantismo?; con el advenimiento del Estado-nación, la confesión nacional dominante, en este caso la española, persigue y quiere someter a las disidencias nacionales vasca y catalana. El furor que antaño caracterizó a la inquisición religiosa se ha trasladado contemporáneamente al empeño por asegurar el dominio y la hegemonía de la única religión/nación verdadera. Un talante que ha conducido a emprender sucesivas cruzadas por “Dios y por España”, a conquistar y colonizar, a sostener un régimen como la dictadura nacional-católica franquista o a considerar el independentismo como un pecado constitucional.
La Constitución del 78 ofreció a las naciones vasca y catalana un reconocimiento de tapadillo y un autogobierno autonómico sujeto a tutela y limitado. Pero en lugar de ser un punto de partida, como pensaron algunos, se ha ido convirtiendo en un callejón sin salida, víctima del efecto centralizador de la integración europea y de la deriva jacobina de las instituciones centrales del Estado. La nación española se ha configurado constitucionalmente conforme a una combinación de negacionismo, esencialismo y supremacismo, que han favorecido una visión patriarcal, patrimonial y paternalista. Ese marco constitucional no ha garantizado una convivencia en igualdad sino que ha perpetuado el dominio de la nación de unos ciudadanos sobre todos los demás. En concreto, ha impuesto la hegemonía de la nación española sobre todos aquellos que se reconocen en otras naciones o en ninguna, y que son la mayoría en Catalunya y en Euskadi. La constitución se ha convertido en una trinchera para un nacionalismo fatxa, expresión de una patología de poder que no se quiere reconocer y a la que tampoco se quiere renunciar. La traducción jurídica de ese fundamentalismo es negar la posibilidad de que pueda celebrarse en Catalunya o en Euskadi un referéndum de autodeterminación, como los celebrados en Quebec, Montenegro o Escocia, aunque en Canadá, Serbia o Reino Unido tampoco esté constitucionalmente prevista una consulta.
La invocación a la ley y a la Constitución para negar una consulta tiene que ver más con una interpretación religiosa de la nación constitucional española que con una imposibilidad jurídica. Si en España dominara una interpretación laica y democrática de la nación, sería posible celebrar un referéndum de autodeterminación pactado, y catalanes o vascos podrían expresar su voluntad de adhesión al Estado de la nación española o su preferencia por constituir una república vasca o catalana. La competencia de celebrar referéndums del artículo 149.1.32, que constitucionalmente corresponde al Estado, es decir, al poder central, ergo a la nación española, podría, según el artículo 150.2 ser transferida o delegada a una comunidad autónoma. Si se atendiera el principio democrático, tal y como reclama cerca del 80% de la ciudadanía catalana, sería posible el ejercicio legal y pactado de una consulta. Pero como prima una interpretación esencialista y religiosa, ese referéndum es imposible y no se puede celebrar (Rajoy dixit). Conforme a esa visión trascendente, incluso si el gobierno de la nación española lo acordase o una mayoría del parlamento español lo respaldase -premisas muy improbables dado que los grandes partidos nacionales integran una suerte de Frente Nacional Constitucionalista-, la decisión de celebrar un referéndum podría ser recurrida ante el Tribunal Constitucional. Y dados los procesos de selección de los magistrados que integran el TC, tal vez se rechazaría la celebración de una consulta o incluso podría anularse un resultado desfavorable a la unidad de España.
Desacralizar la nación constitucional española es la gran cuestión política pendiente para la democracia española. Los partidarios de mantener su sacralidad diseñaron en 1978 un texto para perpetuar su hegemonía como si fuera un dogma religioso. Cuarenta años después, sigue siendo una utopía democrática que los diferentes proyectos soberanistas puedan convivir en igualdad de condiciones y que los ciudadanos unionistas e independentistas dispongan de las mismas oportunidades, en Euskadi y Catalunya, para decidir democráticamente su futuro.