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Soberanía compartida, soberanía intervenida

LA decisión de trasladar fuera de Catalunya la sede de varias grandes empresas catalanas se ha interpretado como el resultado del miedo a la secesión y como consecuencia de esta, al abandono del mercado comunitario por parte del nuevo estado soberano.

Parece poco probable que, en caso de independencia, deslocalizando la sede social a territorio comunitario, pero manteniendo la producción en Catalunya, se pueda evitar que la producción procedente de este territorio extracomunitario no se vea sometido a la consideración de importación de terceros países.

Este asunto de pasar a producir desde fuera del mercado común pero para ese mercado, en todo caso, puede afectar a las exportaciones agrícolas a la Unión Europea (UE), pero no tanto a las exportaciones industriales, incluidas las de las industrias agroalimentarias, tan relevantes en Catalunya, que se encuentran en general con unas barreras de acceso bastante limitadas.

Otra cosa es que, en caso de independencia, el principal mercado de la industria catalana, que es el español, pueda peligrar debido a un boicot social contra los productos catalanes. Social y no político, porque el gobierno español no tiene ninguna competencia sobre comercio exterior, política exclusiva de las instituciones comunitarias. De hecho, la construcción institucional de la UE se basa en una limitación considerable de la soberanía económica de los estados, que es aún más acentuada para los que componen la eurozona.

Las estructuras básicas de cualquier estado son un ejército para defender la soberanía territorial de las fronteras, una hacienda para organizar la población que constituye la sociedad y la economía, y una moneda, que estructura las finanzas y cierra el orden simbólico de la nación.

La eurozona, con su banco central aislado frente a cualquier sugerencia política o económica de los estados, ha privatizado la política monetaria, que solo responde a la influencia de los grandes banqueros comunitarios. Y lejos de considerar la crisis reciente como expresión de una creciente incoherencia entre los desafíos del ciclo económico y los instrumentos disponibles para llevar a cabo las políticas públicas nacionales, se ha decidido suspender la autonomía fiscal de los estados y someterla a una política de homogenización, el pacto fiscal, que no responde a las necesidades de ningún estado integrado en la eurozona, salvo, en todo caso, a las de Alemania, cuyo desmedido excedente comercial le permite prescindir del déficit fiscal para dinamizar su economía.

El debilitamiento de las estructuras productivas de los estados nacionales de la eurozona no es por tanto consecuencia de una quimérica globalización en la que los estados estén perdiendo poder regulador, sino de un conjunto de decisiones muy precisas adoptadas tanto en los tratados vigentes como en los acuerdos impuestos en las reuniones entre jefes de gobierno para limitar la capacidad de intervención de las políticas públicas nacionales en beneficio de las decisiones tecnocráticas de las autoridades comunitarias, sometidas tan solo al tutelaje corporativo, ya que la capacidad de control de las instituciones representantes de la soberanía popular, tanto el Parlamento Europeo como los parlamentos nacionales, es muy limitada cuando no inexistente.

Cataluña no tiene ninguno de esos tres elementos imprescindibles del ordenamiento económico estatal de la nación. Y la voluntad de mantenerse en el ámbito de influencia del euro significa que tampoco piensan los arquitectos del soberanismo catalán en construir dos de los tres elementos fundamentales, la moneda y la autonomía fiscal. Con lo cual, la reivindicación de la soberanía se despoja de cualquier contenido material discernible. La irracionalidad que desprende todo el asunto solo se explica por las largas décadas de inmersión cultural en el pensamiento único, que puede llevar a perder de vista estas cuestiones fundamentales por el dominio que ejerce sobre las conciencias la creencia mitológica en la supremacía y la capacidad autorregeneradora de unos mercados indefinidos.

Algunos han hablado de “inseguridad jurídica” como causa de la decisión de sacar las sedes corporativas fuera de Catalunya. Un argumento inverosímil en el caso de las empresas productivas, cuyo régimen mercantil y de gestión administrativa, comercial y salarial de las empresas no parece que esté sujeto a cuestionamiento por la mayoría de los independentistas, pero que para las entidades financieras puede tener ciertos visos de realidad? salvo si tenemos en cuenta que Catalunya tiene el euro por moneda y previsiblemente la tendría en el improbable caso de que alcanzase la independencia política. Por lo tanto, el dominio del Banco Central Europeo y por extensión de la gran banca sobre la política monetaria y la regulación del ciclo sería la misma en un Estado catalán que lo es ahora en la comunidad autónoma catalana.

Si acaso, el proceso catalán, más que a reforzar la soberanía catalana está contribuyendo a debilitar aún más la soberanía del Estado; hasta el propio regulador estatal de los mercados ya se permite no hacerle caso al Gobierno del Estado español: estos días estamos viendo cómo, desoyendo los argumentos de los ministerios de Fomento y Energía, que trasladaron al regulador mediante dos escritos que no podía aceptar una oferta pública de adquisición (opa) sobre Abertis por parte de la italiana Atlantia si antes no había sido sancionada por el gobierno, la Comisión Nacional del Mercado de Valores autorizó la operación de venta de todo el capital de la empresa española, que incluye el satélite de comunicaciones Hispasat, de indudable interés estratégico y militar. En tan solo tres días, la Comisión Europea dio el visto bueno a la operación, abriendo la puerta a la creación de la mayor empresa gestora de autopistas de peaje a nivel mundial bajo la idea de que esta enorme centralización del capital no impedirá que siga habiendo “competencia” en el sector de las autopistas de peaje (que, dicho sea de paso, el que suscribe ciertamente no se atreve a decir que puede significar tal cosa).

Compárese la situación con Alemania, un Estado bien estructurado, que al mismo tiempo que esto ocurre en España, trabaja políticamente por mantener la nacionalidad alemana incluso de una compañía aérea de bajo coste, Air Berlin. La Comisión Europea se tentará mucho las ropas antes de poner obstáculos a un proceso de absorción de activos por parte de Lufthansa, por mucho que Ryanair, que aspiraba a quedarse con los activos de la compañía, denuncie “una conspiración evidente” del gobierno alemán junto con Lufthansa y Air Berlin para excluir a los principales competidores a quedarse con la empresa quebrada.

Que en España Iberia esté en manos inglesas o que Hispasat pueda pase a manos italianas en la operación Abertis -con la bendición catalana del presidente de Gas Natural y de la Fundación de La Caixa, por cierto- son al parecer solo informaciones económicas menores, ajenas al debate político, en el que soberanías quiméricas pugnan por sustraerse al principio de realidad vigente.