El azabache que hoy tiñe las tierras gallegas huele a hilitos de plastilina de 2002. Por aquel entonces, Mariano Rajoy, vicepresidente en aquellos años, precisaba que la marea negra no iba a llegar hasta las Rías Baixas. Sin embargo, sus palabras fueron arrastradas por las olas y más de cuatrocientas playas resultaron víctimas de la mayor catástrofe medioambiental (española) de todos los tiempos.
Hoy, quince años después del hundimiento del Prestige, Galicia está negra de nuevo. Humo, brasas y un desierto de cenizas. Humanas entre ellas. Así que, el ascendido Rajoy vuelve a hablar sin mirarnos a los ojos. Esto no se produce por casualidad, ha sido provocado, nos cuenta. Claro, ya lo suponíamos. Al fin y al cabo, cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo, beneficio político, ¿no? Para ustedes, cabría añadir. Porque cuando las leyes arrasan el terreno (por activa o por pasiva) y los presupuestos ignoran realidades, es muy probable que pase lo que ha pasado, señor presidente. Y no solo eso: al enorme dolor e impotencia de los paisanos y paisajes afectados, se une también la certeza de que soplan los mismos vientos. Regresión y olvido.
Si hace catorce años la catástrofe gallega apenas salpicó, y no precisamente de chapapote, las expectativas electorales del Partido Popular, me pregunto qué sucederá a partir de ahora. Depende de nosotros. Es cuestión de hacer memoria.