Cuando el sindicalismo nació en la primera mitad del siglo XIX -por la necesidad de exigir derechos políticos, sociales, protección de los intereses de los trabajadores y derecho al trabajo- tuvo muy mala prensa dentro del mundo empresarial, ya que dejaba en evidencia su avaricia desmedida, deshumana y salvaje. Han pasado muchos años, se ha derramado mucha sangre para conseguir unos derechos que ahora están en retroceso, pero a pesar de todo, los tiempos son distintos y no tienen nada que ver con el pasado. Lo que no ha cambiado es la mala prensa que tiene entre el mundo de la patronal, ya que siguen siendo el Pepito Grillo que denuncia los punibles abusos y la sibilina amedrentación que ejercen sobre sus empleados. Sin embargo, lo que se aprecia en la actualidad, y de lo que se quejan muchos trabajadoras y trabajadores, es que esa energía para reivindicar no es la que tendría que ser, y esto sucede por dos cuestiones claras: una, que la fuerza de un sindicato no está exclusivamente en el pago de la cuota, sino en la involucración de sus afiliados, que en estos momentos, y a excepción de contadas ocasiones, parece aletargada, porque siempre se habla de protestar pero que lo haga otro, y la otra y más peliaguda de exponer, es que la estrecha convivencia que existe en ocasiones entre el mundo sindical y la empresa relajan tensiones muy notablemente, que en ocasiones son apreciados por la clase trabajadora como excesivas, a cambio de favores a título personal. A pesar de la mala práctica de algunos, que degradan, pervierten su existencia y que hay que seguir denunciando, los sindicatos siguen siendo muy necesarios, por su labor vigilante y disuasoria para frenar las agresión y desmanes que vienen de arriba, y la falta de dignidad y sumisión de la que serían capaces los de abajo para conseguir un puesto de trabajo.
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