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Carta al susto

Por razones familiares tuve que acercarme a Biarritz. Al entrar en la autopista una fila de camiones me obligó a ponerme en la cola antes del peaje. Se me nubló la vista. Una especie de invasión extraterreste de camiones de gran tonelaje y articulados invadía todos los carriles. Guardias civiles armados y policías franceses al otro lado de la frontera vigilaban todos los movimientos. Parecía que estuviéramos en una guerra y yo tenía que llegar al aeropuerto antes de las 12.00 de mediodía. Entré en el carril de la izquierda y afortunadamente todos los camiones se alinearon en el carril derecho, como colegiales con mochila, dejando paso a los coches en el izquierdo. Marcha a paso muy lento. Kilómetros y kilómetros con la misma pesadilla sin saber nada ni encontrar explicación a semejante fenómeno nunca jamás visto por mí. Nervios, vista nublada y más camiones. Miedo. Por fin pude pasar al otro carril, que seguía como una procesionaria infecta e infinita, y salí a la carretera y a la rotonda que me llevó al aeropuerto con el tiempo justo. Aparqué, respiré hondo y entré en el edificio en la parte de llegadas. Cuatro militares armados hasta los dientes en el edificio paseaban en el interior y me dejaron patidifuso. Miré el panel de llegadas y salidas y observé que el avión que debía estar a punto de llegar tenía un retraso de cuatro horas. Se me cayó el alma a los pies. El fin del mundo, un atentado, la invasión de los marcianos con orejas verdes y antenas electromagnéticas. ¿La bomba atómica o de hidrógeno? Me senté, respiré y pensé para mi mismo: “Estamos convirtiendo la vida en una porquería”. Un martes cualquiera luminoso y tibio de la costa vasca.