LA victoria, contundente, de Emmanuel Macron en las presidenciales francesas y la consiguiente relajación, en Francia pero también en el entorno europeo, tras haberse evitado que Marine Le Pen, líder de un partido de nada dudosos principios xenófobos y eurófobos y orígenes fascistas, accediera a la presidencia de la República no debe a llevar a la simplificación de considerar solucionado el problema. No cabe duda de que la victoria de Macron, con más del 66% de los votos frente al 33,9% de Le Pen, es suficiente para consolidar su opción política de cara a las legislativas del 11 y 18 de junio, mientras el Front National no ha logrado lo que pretendía, asentarse como la principal alternativa de oposición; pero tampoco convendría ignorar algunos datos relevantes. Así, por ejemplo, que Le Pen sumó tres millones de sufragios a los siete millones logrados en la primera vuelta de estas presidenciales y que desde las legislativas de 2012, en las que obtuvo 3,5 millones de votos, su cosecha electoral no ha parado de crecer: 5,1 millones de votos en las municipales de 2015 y 10,6 millones ahora. Además, la reacción de la sociedad ante la ultraderecha está muy lejos de la que en 2002 impulsó a Chirac, quien entonces aventajó en 65 puntos al padre de la hora líder del FN, lo que supuso el inicio de su declive. Así pues, la derrota de Le Pen no significa, ni mucho menos, que su amenaza haya desaparecido en Francia y, por tanto, en Europa. En todo caso, más bien al contrario. Como sucediera en Holanda en marzo en la victoria de Mark Rutte sobre el ultra Geert Wilders, que las políticas de extrema derecha pierdan las elecciones no oculta que han dejado de ser la opción residual de la segunda mitad del siglo pasado y obtenido un crecimiento exponencial de sus apoyos, configurando un suelo electoral con el que alterar el sistema -desde el interior, como ya hicieron sus antecesores ideológicos- al menor error de este. Así pues, el verdadero desafío para Macron, para esa Europa que hoy parece respirar más relajada, sigue estando ahí, en la responsabilidad de legislar de manera coherente con las aspiraciones y necesidades de la sociedad, lo que implica no más reformas liberales (como la ley laboral que en Francia llevó el nombre del hoy presidente electo) sino la transformación eficaz que permita una más justa y proporcionada distribución de los recursos.