En plena corrupción del Partido Socialista, aquel 1990, extraña mucho que el rey, en su discurso de Navidad, no introdujera la más mínima alusión a la corrupción. Nada. Silencios significativos y sospechosos. No puede ser que el rey no se presentara en las Cortes y dijera: “Señores del Gobierno, tienen ustedes al jefe de la Guardia Civil huido en busca y captura, a la directora del Boletín Oficial del Estado que se dedica a comprar abrigos de visón a su amiga, al ministro de la Gobernación, acusado por los casos del GAL, tanto por secuestro equivocado como por encalar a Lasa y Zabala; al hermano del vicepresidente, sentado en un despacho que no le corresponde en Sevilla, etcétera. ¿Alguien puede explicarnos cuándo va a cesar este despropósito?”. González se fue de rositas, declarándo con todo el cinismo a Gabilondo que él “se había enterado por los periódicos” y que nada tenía que ver con la X del GAL. En España aún hay gente que sostiene que González fue un gran estadista ¡porque nos metió en la OTAN! y en la UE cuando él, como Suárez antes que él, solo cumplió un certero programa de transición política elaborado por el Departamento de Estado de Estados Unidos y comunicado a España por Henry Kissinger y el general. Pues bien, 27 años después hemos oído las grabaciones que los servicios secretos españoles, comandados entonces por Narcís Serra, habían obtenido de las conversaciones del jefe del Estado, el rey Juan Carlos. Un tema normal sobre su vida privada pero que, en aquel momento, tuvo suficiente entidad para chantajearle con la cinta y evitar que hablaran de la corrupción. ¿A quién beneficia? pues a Felipe González, naturalmente, que solo tuvo que acompañar a las puertas de la cárcel a algunos de sus ministros. Personalmente, solo me parece legítimo el esclarecimiento de la verdad. Que cada cual aguante su vela y que nadie se vaya a un lugar de la historia que no se merece.
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