EL principio de igualdad de voto está en la base de la democracia representativa y, para ser representativo, el parlamento en su composición debe reflejar la voluntad del electorado. No solo se trata de que el sufragio sea universal y de que todos los ciudadanos puedan votar; además, se trata de que el voto de cada elector valga igual con independencia de la circunscripción en que lo emita. Sin embargo, en España, la distorsión del voto ha sido una constante desde que hace casi cuarenta años se configurara el parlamento.

A través de un sistema electoral ideado en las Cortes franquistas para garantizar una mayoría bipartidista favorable a la restauración monárquica -gran objetivo de la Santa Transición-, la conversión de votos en escaños se ha distorsionado legalmente elección tras elección. Como expone con profusión de datos y argumentos Javier Pérez Royo en un trabajo titulado La reforma constitucional inviable (Cartarata 2015), el actual marco parlamentario y electoral español tiene un origen preconstitucional y antidemocrático. Sin embargo, tanto el constituyente como los sucesivos parlamentos “democráticos” lo han mantenido casi sin modificar y cuarenta años después de que se constituyera el Estado autonómico la provincia se ha mantenido como la circunscripción electoral para ambas cámaras. La composición del Parlamento español se fundamenta en la transformación de un bloque normativo preconstitucional en un bloque de constitucionalidad. Las normas electorales de la Disposición Transitoria Primera de la Ley para la Reforma Política de 1976 y el Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, se reconvirtieron en los artículos 68 y 69 de la Constitución Española de 1978.

Dadas las enormes diferencias demográficas entre las cincuenta circunscripciones provinciales, la atribución de al menos dos escaños a todas ellas en el Congreso de Diputados, cuyo máximo de escaños se estableció en 350, significó que el valor de los votos obtenidos en las provincias de baja población tendrían, y tienen, un valor muy superior al de los votantes de las más pobladas. Se trataba de asegurar una mayoría “controlable” que respaldara la restauración monárquica para pilotar la Transición, prevista desde 1947 en la Ley de Sucesión, una de las normas fundamentales de la dictadura franquista. El sistema sobre el que debatieron extensamente los procuradores franquistas permitió que, un año mas tarde, los representantes de la derecha monárquica obtuvieran en el Congreso una mayoría absoluta de diputados aunque los votos de UCD y AP fueran menos que los obtenidos por las denominadas fuerzas progresistas de PSOE, PCE o PSP. En cuanto al Senado, la distorsión programada del voto fue y ha sido aún mucho mayor dada la atribución de un mismo número de representantes, cuatro, a todas las provincias. Así, en junio de 1977, UCD y AP obtuvieron 7.781.044 votos mientras que PSOE, PCE/PSUC y PSP alcanzaron 7.866.767. Con menos votos, los primeros lograron 195 escaños y los segundos, 144. En concreto, UCD logró con el 34% de los votos el 47% de los escaños del Congreso, y en el Senado 106 de 207 escaños. Una proporción semejante a la obtenida por el PP en 2016, cuando con un 33% de los votos logró 130 senadores sobre 207 elegidos, es decir, un 65% de la representación.

El franquismo democrático se propuso evitar unas elecciones de resultados incontrolables tal y como aconteció durante la II República cuando la media estatal por escaño de 28.500 electores apenas diferenciaba a Baleares con 34.000 de Asturias con 25.000 electores por escaño, respectivamente las circunscripciones más sub y sobrerrepresentadas. Por el contrario, la desviación del principio de igualdad en las primeras elecciones de junio de 1977 fue enorme. La media estatal se cifró en 67.000 electores por escaño, correspondiendo a Soria, la más sobrerrepresentada, uno por 24.000 y a Barcelona, la más subrepresentada, uno por 91.000 electores. Desviación que se dispara en relación al Senado. Esa quiebra electoral del principio de igualdad se reforzó con la Ley de Financiación de Partidos Políticos, que ha repartido las subvenciones no por los votos obtenidos sino por los escaños. Dado el pequeño tamaño de la mayoría de las circunscripciones, la combinación de factores como el número de provincias, el total de escaños a repartir o el efecto del sistema D’Hont sobre la proporcionalidad, si no se reparten al menos diez escaños, se ha traducido en que regularmente en 37 circunscripciones provinciales solo se hayan elegido a representantes de dos partidos. Antes, en las listas de UCD y PSOE; luego, en las de PP y PSOE. En cuanto al tercer objetivo de la Transición, evitar un Estado federal, su prohibición se recogió taxativamente en el texto constitucional, cuyo artículo 145.1 establece: “En ningún caso se admitirá la federación de Comunidades Autónomas”.

Evidentemente, la distorsión representativa que caracteriza al Parlamento español no solo sirve para obtener mayorías que hagan leyes, también sirve para condicionar la composición de otros órganos del Estado, como el Tribunal Constitucional. Para el catedrático sevillano Pérez Royo la sentencia de 2010 sobre el Nou Estatut de Catalunya ha constituido un auténtico golpe de Estado constitucional. La decisión de romper el acuerdo entre el Parlament y las Cortes Generales que había sido ratificada por la ciudadanía catalana en referéndum significó dinamitar la doble y recíproca garantía en que se sustentaba el modelo territorial, que impedía que el poder autonómico o el central pudieran imponer un texto estatutario. Según el texto constitucional, el marco autonómico quedaba supeditado a la voluntad de las Cortes, pero esa decisión podía rechazarse por el electorado autonómico en referéndum, tal y como está previsto en el artículo 46 del Estatuto de Gernika. Sin embargo, la sentencia 31/2010, que destruye el acuerdo parlamentario, ha conducido a que una gran mayoría del electorado catalán, en torno al 80%, ya no confíe en la vía autonómica y casi la mitad apoye la secesión.

Dada la distorsión de los resultados, puede decirse que en su composición el parlamento español no respeta la voluntad de sus electores. Aunque podrá asegurarse que la ley española representa la voluntad de su parlamento, en su composición el parlamento no es representativo de la voluntad de los votantes. Existe, en consecuencia, un grave problema de legitimidad democrática que ineludiblemente contamina a la democracia española, cuya gran asignatura pendiente, como recuerda Pérez Royo, es la reforma constitucional. Según las tesis que expone el profesor andaluz, esa prueba distingue a España del resto de democracias. Mientras que en todos los países de su entorno las constituciones se han reformado, en España la revisión nunca ha sido posible. Su atribulada historia constitucional se ha caracterizada por cuatro ciclos con breves momentos de explosión democrática, 1812-1837-1869 y 1931 seguidos de prolongadas reacciones antidemocráticas: absolutismo fernandino, monarquismo isabelino o alfonsino y franquismo. El cambio de ciclo que representa la Constitución de 1978 se ve lastrado por la gran sobrerrepresentación del electorado más conservador y nacionalista: el castellano. Extendido por catorce provincias, condiciona la representación en el Congreso y facilita en el Senado una minoría de bloqueo a la reforma constitucional.