PETER Frankopan, profesor del Worcester College de la Universidad de Oxford, sostiene que el modelo de imperio español de los siglos XVI y XVII se basaba en “la intolerancia, la violencia y la persecución y en la sensación de que España tenía que ser la policía del Todopoderoso y hacer que se cumpliera su voluntad en la tierra” (El corazón del mundo, 2016); Frankopan pone como ejemplo la conquista española de América y el sometimiento de los seguidores de Martín Lutero y Juan Calvino en Flandes.
Cinco siglos después, dejando a un lado (confiemos) el tema de la violencia, y substituyendo el Todopoderoso por una sesgada interpretación de la Constitución de 1978, uno tiene la impresión de que muchos dirigentes del PP (y algunos barones del PSOE) comparten la forma en que la Corona española concebía el mundo en el siglo XVI.
En efecto, la palabra de moda en boca del gobierno popular es hoy “diálogo” y el nombramiento como delegado del gobierno español en Cataluña de Enric Millo, un hombre procedente tiempo ha de la casi desaparecida Unió Democrática de Cataluña (UDC, la antigua socia de CDC en CiU) en sustitución de la intransigente, controvertida y polémica María de los Llanos de Luna, parecía ir en la buena dirección. Millo se reunió con el president Carles Puigdemont en un ambiente protocolario y le propuso enterrar la era del enfrentamiento entre administraciones y recuperar el diálogo institucional a través de la comisión mixta de transferencias Estado-Generalitat, que lleva años sin convocarse, y de las conferencias sectoriales. La Generalitat respondió que hablar de diálogo está muy bien pero que lo que hay que hacer es practicarlo, porque difícilmente se puede olvidar que el PP ha sido todo menos dialogante. Baste con recordar la campaña anticatalana que llevó a cabo a raíz de la aprobación por el Parlamento de Cataluña del Estatut de 2006, aprobado también por el Congreso de los Diputados y refrendado por los ciudadanos de Cataluña y que, sin embargo, fue objeto de recurso en el Tribunal Constitucional (TC), cuya sentencia supuso una grave mutilación del texto. Ahí, sin duda, con la sentencia de 2010, empezó todo.
El siguiente episodio lo abre la vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, quien ha abierto despacho en la sede de Barcelona de la Delegación del Gobierno español en Cataluña para llevar a cabo este diálogo y ver si se soluciona así la cuestión del denominado “problema catalán” (nota al margen: no deja de ser sorprendente que el tema del encaje de Euskadi o Cataluña en el Estado español sea calificado siempre de problema, lo que evidencia ya desde el principio una actitud negativa en el momento de plantearse dicha cuestión, una actitud que ya denotaba en mayo de 1932 José Ortega y Gasset cuando en su discurso sobre el Estatuto catalán ante las Cortes Republicanas utilizó el concepto de “conllevancia”).
¿Y cuáles han sido los primeros pasos de Sáenz de Santamaría? El primero, reunirse con C’s y el PSC pero, de momento, con ninguna de las fuerzas políticas que reivindican la celebración de un referéndum, acordado o no, es decir, ERC, PDeCAT (Partido Democrático de Cataluña, la antigua CDC), CUP y CSQP (Catalunya Sí que Puede), que representan el 57% de los votos emitidos en las últimas elecciones al Parlamento de Cataluña del 27 de septiembre de 2015 (27S). El segundo, celebrar el pasado domingo una cumbre de dirigentes del PP en Cataluña, en la que definió de nuevo los límites del diálogo: negociar sobre 45 de las 46 propuestas que en su día planteó el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, al presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, pero no la 46 (el referéndum), para lo que Soraya añadió una frase incomprensible- porque la “46 no forma parte del mandato democrático ni de la CUP [¡sic.!] ni del gobierno de la nación”. Extraña asociación de ideas que nos descubre que el mandato democrático del PP tiene puntos básicos en común con la fuerza política catalana más radical de la izquierda independentista. Y añadió a continuación el mantra más repetido por el gobierno de Rajoy: “sobre lo que somos el conjunto de los españoles decidimos el conjunto de los españoles”. Mantra que refleja bien una intolerancia digna del siglo XVI o bien una contradicción de difícil resolución para la línea argumental del Gobierno español ya que con la misma contundencia puede afirmarse que “sobre lo que somos el conjunto de los catalanes decidimos el conjunto de los ciudadanos de Cataluña”, que es precisamente lo que sustenta la reivindicación del derecho a decidir.
Al diálogo que propone el gobierno del PP se contrapone el proceso de judicialización de la política en el que muchas decisiones del Parlamento o del Gobierno de Cataluña acaban en el TC o en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC). Así, a raíz del proceso participativo del 9 de noviembre de 2014 (9-N) -en el que emitieron su opinión 2.305.290 ciudadanos, que suponen el 56% de los votos emitidos el 27-S (un 81% se manifestó a favor de que Cataluña sea un Estado independiente y un 10% de que sea un Estado pero no independiente)- se han derivado procesos judiciales contra el ex presidente Artur Mas y los ex consejeros Joana Ortega, Francesc Homs e Irene Rigau. El pasado viernes fue la presidenta del Parlamento de Cataluña quien tuvo que comparecer ante el TSJC por haber permitido debatir y votar en el Parlamento las conclusiones de la Comisión de Estudios sobre el proceso constituyente. En este último caso, la aberración es tan evidente que ha provocado indignación y reacciones en contra de la judicialización del proceso catalán de diputados de diferentes parlamentos de países europeos (Dinamarca, Alemania, Reino Unido?). En suma, del diálogo al pulso jurídico.
Lo más insensato de esta ofensiva es que la misma Constitución ofrece vías para permitir la realización de un referéndum. Lo he señalado otras veces en estas mismas páginas: basta con aplicar de manera flexible (algo que ya reclamaban para el caso de Euskadi Ernest Lluch y Miguel Herrero de Miñón en el año 2000) el artículo 92 o el 150.2. A partir de ahí puede abrirse el diálogo de cómo, cuándo y quién. Porque de otra forma se está irremediablemente abocado al choque de trenes.
Carles Puigdemont está dispuesto a celebrar un referéndum con consecuencias jurídicas para la segunda quincena de septiembre de 2017 y este próximo viernes 23 de diciembre ha convocado una cumbre en el Parlamento de las fuerzas políticas y sociales favorables al referéndum. Razones no le faltan, pues el último estudio de opinión del Gabinete de Estudios Sociales y de Opinión Pública (Gesop), publicado el pasado 17 de diciembre por El Periódico, reiteraba que un 49,6% de ciudadanos es partidario de realizar el referéndum tanto si lo permite el gobierno español como si no y otro 35% está a favor de un referéndum acordado. En definitiva, los ciudadanos partidarios del referéndum siguen siendo una abrumadora mayoría del 85%. Otra cuestión es si referéndum es igual a independencia. De momento, tanto la encuesta citada, como las de más largo alcance del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña, que se realizan desde junio de 2005, indican una división en torno aproximadamente al 45% de encuestados favorables a la independencia y otro 45% partidarios de buscar otros mecanismos de encaje de Cataluña en el Estado español. Ante esto, la única respuesta del Gobierno Rajoy es un supuesto diálogo que, en realidad, es un pulso a las aspiraciones de los ciudadanos de Cataluña, acompañado de un creciente ahogo fiscal consecuencia, entre otras cosas, del incumplimiento por parte del Gobierno español del acuerdo de financiación acordado en 2009 y de la disposición adicional tercera del Estatuto de 2006, que no fue anulado por la sentencia del TC.