Esta historia habla de mujeres valientes, de ciertas suertes que son esquivas, de cosas que los hijos deben saber de sus madres y de canciones que se te pegan y que no puedes dejar de tararear.
Comencemos por lo último, por esas cantinelas que se cuelan en tu mente, que no sabes de donde vienen pero que repites insistentemente. No era ni la mejor ni el último éxito de la industria discográfica, pero ocurrió. La oí y me quede con ella. Lo cuento bajito, con cierto pudor: Título, Valió la pena; autor, Marc Anthony. No me juzguen por la elección, ni a mí ni a mi mente. Ella tiene sus cosas y con cierta frecuencia va por libre. En mi defensa he de decir que, según dicen, las canciones repetitivas aparecen en esos momentos en los que la mente se enfrenta a un desafío, y en esas debían de estar mis pensamientos cuando me vi cantando mentalmente esa melodía en la ceremonia de despedida, en ese último adiós a una mujer, valiente ella, que nos acababa de dejar. ¿Inapropiado? Puede, pero allí estaba ese estribillo, repetitivo, insistente, sonando en esa parte de la mente donde se crean los pensamientos que surgen por si solos, mientras mi lado racional escuchaba lo que de ella decían.
Ella, joven, muy joven, quien durante muchos años había convivido con la enfermedad, quien supo hacerle frente, quien no perdió la sonrisa. Ella, que se trabajó su suerte aunque más de una vez le fue esquiva. Ella, de la que me cuentan confidencias; de ella y de sus hijos a los que nada ocultó, con los que disfrutó, y tres palabras que alguien pronuncia: valió la pena.
Tres palabras que seguían ancladas en mi mente; tres palabras que guardan lo que esos hijos deben saber de su madre. Que, como dice la canción, valió la pena lo que era necesario para estar contigo, las horas y la vida de tu lado están para vivirlas pero a tu manera. Porque valió la pena.