apreciadas Majestades: Viendo que esta noche han pasado ustedes por mi casa, comprobando que han dejado alguno de los regalos que se les había solicitado y constatando que han partido sin mayor contratiempo, me van a permitir que les muestre mi alegría porque una vez más hayan podido cumplir con su cometido. Créanme Señores si les digo que este año tenía mis dudas y que no me quedé tranquila hasta que les vi anoche, solemnes, imponentes, encima de sus carrozas y arropados por toda su Corte. Dudas sobre si podrían llegar a tiempo a su cita, con lo complicado que se ha puesto eso de viajar por tierra de Oriente a Occidente, de dejar atrás Persia y adentrarse en esta vieja Europa con todas las murallas que en estos meses se han ido levantando en las distintas fronteras que han tenido que franquear. Créanme si les digo que uno de estos días me pareció verles en una de esas playas del Egeo, intentando llegar a tierra firme entre los cientos de hombres mujeres y niños que seguían la misma ruta que Sus Altezas, camino del poniente. Pero no; ya veo que no eran Sus Excelencias, ya que de haber sido así, a esta hora estarían en un campo de refugiados intentando convencer a algún gobierno de que ustedes solo quieren cumplir con la magia que se supone debe tener toda madrugada de un día como el de hoy; que ustedes no buscan asilo, y que su intención es partir en cuanto consigan atender todas las peticiones pendientes.
Lo dicho, viendo que un año más se han dignado a visitar mi casa, donde no es que seamos muy monárquicos pero donde abrimos las puertas a todo aquel que llame, sea carbonero, santo llegado del Polo Norte o mago procedente de Oriente, permítanme una última demanda: algo de cordura, sensatez y buen juicio, que me temo que lo vamos a necesitar. De lo de la bici pendiente, hablamos otro día.
Atentamente, esta que firma.