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Romper con lo establecido

tal y como la doctrina socrática nos ha delegado, lo recomendable sería que cada uno desarrollase sus propias ideas. A este desacostumbrado comportamiento reflexivo, yo añadiría la conocida duda metódica cartesiana, que aboga por la oportuna y determinante capacidad de poner en cuestión todo planteamiento, tanto en el orden propio como en el colectivo. Esta forma de proceder, quizás, nos evitaría que los dogmatismos y los fanatismos se adueñasen de nuestras voluntades impidiendo su instalación en el poder, o por lo menos, nos ofrecería dudas respecto a la legitimidad de su establecimiento, si este ya se ha producido. Como ocurre con un caso al que me voy a referir: la monarquía.

Obedeciendo a la premisa anunciada, no voy a decir que la instauración de la III República en esta amalgama que mal llaman país, como régimen político, sea la solución a los males que rodean nuestra realidad política, social y económica más inmediata. Dudo, por eso tengo esperanza, de que cualquier sistema político sea capaz, por sí mismo, de enfrentarse a la globalización económica que ha impuesto la sociedad dominante, baste como ejemplo de ello el caso griego.

En cambio, de lo que no me cabe ninguna duda es de que la monarquía Parlamentaria que impera en este país no es, primero, legítima y, segundo y mucho más importante, igual de próspera socialmente para todos.

¿Qué legitimidad? Es cierto que sobre la legitimidad efectiva habría mucho que discutir. La misma monarquía valida este concepto justificándose para ello, tan sólo, en base al tiempo que lleva aposentada en el poder, fundamentando con esta simpleza la consolidación de su privilegiado lugar entre el pueblo sin otro reconocimiento oficialmente constitutivo. Privilegios, por otra parte, que no están dispuestos a perder bajo ningún precio y a cualquier coste, apoyados por los acólitos acérrimos de siempre: las instituciones oficiales, la jerarquía eclesiástica, el favoritismo de los partidos mayoritarios, incluidos los de nuevo corte -por lo que se van mostrando hasta ahora-, y el poder financiero. Todo ello aderezado con el zafio e inestimable consentimiento interesado de los grandes de España.

Entre las muchas defensas que recibe a diario la institución real, porque es eso lo que se quiere sostener -han mudado un trapo viejo, por un novato barbado-, hay una que prima sobre las demás: la del presidente del gobierno reaccionario actual haciendo referencia a los casos de independentismo, igual de legítimos, o más, en cuanto al tiempo histórico sucedido: “Todo es posible dentro de la ley y nada es posible fuera de la ley”. Señores, seamos un poco serios por una vez. Pensemos por nosotros mismos y no seamos cortos de miras. Una vez que el inmediato pasado ha tenido tiempo de filtrarse y decantarse en su interior, tiene que intentar desprenderse de sus heces y limpiarse de sus venenos para que todos podamos asimilar los confusos productos políticos que conservan algunas instituciones, como por ejemplo, e insisto, es el caso de la monarquía centralizadora, que todavía intenta inocular la ponzoña retrógrada de la tradición nacional-católica. Señores, hay que romper con lo establecido, por impuesto. Tan solo eso ya sería suficiente. Pero, es que, además, todo lo que ampara esa institución está en entredicho por la corrupción que le afecta directamente o ampara subrepticiamente, sea del tipo que fuere: política, financiera, social, sexual, deportiva...

Aprender en el franquismo Desde luego que es curioso, cuando no perjudicial, que una institución se mantenga actual a través de los siglos, pese a las malaventuranzas de su comportamiento a lo largo de la historia. Han suplicado, vendido e invadido el terreno que dominan sin sonrojo ni escrúpulo alguno. “Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir” son las únicas disculpas que hemos recibido de una institución cuyo bagaje delictivo, a través de los siglos, supera cualquier ficción. La historia, la no oficial, se entiende, nos descubre que contra el franquismo todos los valores derrotados de la República tuvieron que ejercer clandestinamente sus pretensiones, casi siempre en el exilio. Todos, menos los vencedores de aquella guerra, es evidente, en cuyas filas se encontraban la monarquía y la iglesia oficial actuales, que, en el primer caso aprendieron y, en el segundo, enseñaron, bajo el paraguas del franquismo.

Los nuevos planteamientos, tanto en el ámbito de lo político como de lo social y económico, son vistos como algo ajeno a la tradición egoísta e imperialista de su proceder. De ahí que los poderes fácticos que funcionan al amparo de la monarquía centralista antes mencionados, llegados a este punto, tienen miedo de perder las prebendas obtenidas. Defienden lo que creen suyo. Bien. Ante ello, no debe haber miedo en decirles que todo lo que obtuvieron está señalado por la muerte y el asesinato. En recordarles, porque ellos quieren olvidar -y de paso que olvidemos- que el siglo XX estuvo marcado por los asesinados y los desaparecidos, por el robo y el latrocinio al que fueron sometidos los que no creían en el origen divino de la monarquía, ni en la orientación del espíritu santo para obedecer y ser sometidos.

Un discurso embaucador Es triste tener que estar siempre explicando lo que significa la Res Publica, cosa pública o de todos, cuya función legitimadora no establece otra cosa más que una forma de gobierno democrático. Esto se desconoce porque el franquismo se preocupó obstinadamente en acuñar que las dos repúblicas anteriores a esta tercera que está por venir, fueron fracasos de la historia. Quizás lo fueron, pero no menos que los fracasos históricos presididos por la monarquía hereditaria del franquismo que nos gobierna desde la jefatura del Estado. Además, las dos repúblicas poseían una la legitimidad de la abdicación real y la otra la de las urnas. No como la monarquía actual, escondida y sumisa, que no en la clandestinidad, antes de que los borbones recuperaran de nuevo el trono español, centralizando la corrupción e instaurando el sacrificio de la Inmaculada Transición, bajo el embaucador discurso de la libertad.

Partíamos de cero. Era fácil creérselo. Nos dijeron, nos dicen, que la monarquía se ha consolidado por el comportamiento de los españoles. ¿Acaso no se olvidan los que dicen esto, que hubo una parte del pueblo que sostuvo a sangre y fuego la II República, consolidada por la legitimidad de las urnas, como ya hemos dicho, durante tres intensos años de guerra contra los sublevados? Claro, no les interesa ese recuerdo, les acerca al engaño de su origen.

O rompemos de una vez con lo establecido o seguiremos obedeciendo su canon dogmático sin pensar por nosotros mismos: reacción contra las tendencias democráticas del presente; resistencia a cualquier cambio y radicalismo fundamentalista congénito y esencial. Es decir, tradicionalismo, conservadurismo y nacionalismo autoritario. Esta ideología derechizada, desde siempre, ha cuestionado la democratización de los sistemas parlamentarios y los procesos de democratización. Pongámosles en duda. Pensemos. Primero individualmente, luego colectivamente. Contra eso nunca han podido sin la ayuda de la fuerza. Si nunca se pueden cambiar las leyes, ¿para que valen las elecciones?