eS cierto que las autopistas y las autovías así como las gasolineras han sustituido a los caminos de carruajes, herraduras y caballerizas. Incluso los hoteles y restaurantes han relevado a las ventas y posadas. Pocos, sin embargo, se endeudan por comprar libros, aunque nadie se priva de comer en un buen restaurante. Sugiere Umberto Eco que las personas que se concentran en un solo oficio, esos que no pierden el tiempo en saber más, siguen siendo los triunfadores. En cambio, el placer de la erudición, el saber letrado, sigue reservado para los perdedores. O sea que el sabio que repudia adular tanto al vulgo como al poderoso tiene como destino la prédica en el desierto. España nunca ha sido un país muy culto, sigue sin serlo y no hay indicios de que la situación vaya a cambiar. Y no es que no haya habido renombrados escritores, pintores, músicos o filósofos, los ha habido y excelentes, sino que siempre han sido menospreciados por las monarquías absolutas, las dictaduras, los gobiernos conservadores, la Iglesia Católica y también por un pueblo llano, sumido en la indiferencia cultural. Y es que el poder manda. Y la manera que tiene de mandar es haciéndonos a todos turistas urgentes y medio tontos. España no es un país para intelectuales, porque todo cuanto dicen los llamados eruditos es solo apreciado por un segmento minoritario de la opinión pública. Y dicho sea de paso, tampoco tienen demasiado eco entre la clase política, pues los juntaletras y borracomas solo escuchan doctas opiniones si éstas se someten fácilmente a su burocrática maquinaria estatal.
Quevedo y Cervantes, vecinos muy mal avenidos de un barrio barato y arrabalero de Madrid, fueron ninguneados por la sociedad plutócrata de su tiempo, hasta tal punto que, pese a su indiscutible genialidad, pasaron serias estrecheces económicas. También Picasso sufrió la desaprobación de los críticos barceloneses cuando presentó Las señoritas de Avignon, cuadro que hoy se encuentra en el MOMA de Nueva York, siendo admirado por amantes del arte de todo el mundo.
Valle-Inclán fue un escándalo estético, antes de ser un escándalo político, como lo fue a partir de Luces de Bohemia, tanto que su abierta postura en contra de la dictadura de Primo de Rivera le supuso que más de una veintena de sus textos fueran sometidos a censura. Y así se metió en un anarquismo personal y modernista que culminó en el esperpento que, según se dice, escribió con la mano zurda.
Durante la dictadura franquista la ignorancia y el desprecio a la cultura supusieron un serio desfase con respecto a nuestros vecinos europeos. Estaba tan arraigada la incultura que el destino de un enciclopedista no era otro que el exilio, el descrédito, la prisión o la muerte. Antonio Machado, el poeta que vio la luz cárdena en el azul republicano de España, engrosó la diáspora republicana, cruzando a Francia, donde murió un mes más tarde en Colliure. Luis Cernuda, Max Aub, León Felipe y María Zambrano zarparon hacia México, huyendo de los horrores de la Guerra Civil, mientras la brisa del Atlántico golpeaba sus caras, sus nostalgias y el coraje de sus ideales republicanos. Miguel Hernández, poeta de biografía desvalida y breve, murió en la cárcel de Alicante, debido a las condiciones infrahumanas en las que se hallaba. García Lorca, poeta extravertido que dentro llevaba un trágico solitario que tenía miedo a la muerte, fue fusilado al alba y enterrado en una fosa común en Viznar. Miguel de Unamuno murió proscrito, vigilado por la policía y aislado en su propia casa, llevándose a la tumba el frío de una España triste, paseada por mercenarios. Pío Baroja, que a punto estuvo de ser fusilado por los requetés, solo, desengañado y sin dinero sufrió un duro exilio en París.
En la actualidad, no obstante, no es que no dispongamos de una pléyade selecta de eruditos, filósofos y grandes escritores, como Juan Goytisolo, Rosa Regàs o Antonio Gala, sino que políticos mediocres y ruinosos, privados de sinestesias y metáforas, se afanan en violentar el sentido estético hasta el disparate. Y es que para ellos, la cultura es un lujo prescindible que acaba por ser drenada por el desagüe de la necedad, la envidia y el desdén.
A los censores eclesiásticos siempre les han disgustado los escritores y pensadores cuyas obras eran consideradas contrarias a sus verdades eternas e indiscutibles, aunque es más cierto que determinados relatos suponen un serio detrimento que mengua su poder de influencia en la vida social y política. En España, en la década de los sesenta, era difícil hacerse con un ejemplar de La náusea o de Los caminos de la libertad de Jean-Paul Sartre. Tampoco era tarea fácil encontrar obras de Joyce, Gide, Darwin o Balzac, por lo que apenas sabíamos qué acontecía en la Europa laica, democrática y aventajada. En cualquier caso, no solo se topa uno con la Iglesia, sino también con la derecha española que, como muestra de su desprecio a la cultura, subió el IVA hasta el 21%, situándola al borde del precipicio.
Dice Forges que nuestra crisis es más que económica, va más allá de la codicia de los banqueros, pues el principal problema del país es su mediocridad e incultura. En fin, las ciudades que uno visita adquieren un carácter singular cuando previamente has leído algo sobre ellas. Es muy diferente contemplar la Tumba de Agamenón, si antes has leído la Iliada y la Odisea de Homero. Y es que sin lectura todo se vuelve anodino y gratuito.