LA situación es conocida. Al inicio de la guerra, el mes de julio de 1936, la Diócesis de Gasteiz integraba a las tres provincias vascongadas y su obispo, Mateo Mujika, con tendencia anterior antirrepublicana, denuncia la ilegitimidad de la insurrección y el empleo de la fuerza. Por su actitud crítica sería desterrado y exiliado en Francia. A su vez, el 1 de octubre de 1936 y de forma urgente, se aprueba en el Parlamento de Madrid el Estatuto de Autonomía Vasco. A los seis días y por acuerdo unánime de los partidos del Frente Popular y el PNV es elegido lehendakari José Antonio Aguirre, con la composición de un Gobierno unitario.
La mayoría de la Iglesia vasca colabora con este Gobierno legítimo, pues creía que esa era la voluntad democrática de su pueblo. Iniciada la contienda, un sector del clero vasco toma la iniciativa de organizar el Cuerpo de Capellanes del Ejército de Euskadi, que prestarán el servicio pastoral en las trincheras de los frentes y en los hospitales.
La magnitud de la represión acontecida tiene estos datos trágicos: diecisiete asesinados, tres muertos en prisión, tres condenados a muerte (no ejecutados), quince sentenciados a cadena perpetua, varios condenados a penas entre un año y 20 años de prisión y unos 8.000 exiliados en el interior peninsular o en diferentes países del mundo. Todos estos sacerdotes del clero secular y regular pertenecían a la única Diócesis vasca de Gasteiz. Del resto del Estado figura en el libro una lista de trece curas asesinados también por los defensores de la Santa Cruzada.
Los golpistas se presentan como los "defensores de la fe" contra el conturbenio "rojo-separatista-masónico". El resultado: un número importante de curas vascos son masacrados. Si nada les impidió actuar contra un estamento clerical, privilegiado e influyente, tampoco dudaron en provocar el genocidio de lesa humanidad contra miles de víctimas individuales indefensas y de víctimas masivas, primero con los fusilamientos y desapariciones, en las localidades que iban tomando, de toda aquella persona que tuviera ideas contrarias a los sublevados, y después con los bombardeos en poblaciones abiertas o sin frente militar (Gernika, Durango, Bilbao...).
Esto ocurrió durante de la guerra y después. En el largo desierto franquista la religión fue manipulada con el label del "nacional-catolicismo", que era la Iglesia de Franco, no la de Cristo. En ello participó activamente la mayoría de la Iglesia institucional, con la excepción de seis obispos (Mujika, Vidal i Barraquer, Segura, Torres, Irastorza y Guitar) y detrás de esa mayoría, el Vaticano. Al inicio de la contienda, Pío XI, ya enfermo, se muestra ambiguo y expectante, aunque hace una protesta por el fusilamiento de los curas vascos e incluso reparte algún donativo a los muchos emigrados vascos en Francia. Lo cierto es que, en junio de 1937, reconoce al régimen de Franco. A los dos años es elegido Pío XII y desde entonces el apoyo y la bendición al régimen de la cruzada será pleno y total.
La última bendición del Vaticano fue en 2007, con la beatificación de 498 asesinados en el bando republicano. El próximo 13 de octubre se repetirá con otros 552, pero ni antes ni ahora está incluido ninguno de los asesinados por el bando franquista. El argumento que utilizan para ello es que "la creencia por la que se muere debe ser religiosa", cuando saben muy bien que los asesinatos de los curas vascos y del resto de pueblos del Estado fue una medida adoptada por sus asesinos no solo por las ideas que profesaban, sino por el hecho de ser curas que no bendecían su golpe militar.
Los golpistas se ensañan con estos curas porque son "nacionalistas vascos", que incitan a la ruptura de la unidad de España. También hoy sus herederos directos se refugian en la carpa de la "España indivisible" para mantener su inmovilismo y opresión. Siguen sin respetar el derecho a decidir de los pueblos que la integran y sin respetar sus culturas propias. Son los mismos que ahora ejecutan reformas y recortes para justificar la violación de la voluntad popular y el latrocinio cometido por la clase dirigente. Pero es indudable que aquel clero vasco reprimido fue un ejemplo de compromiso con su pueblo. Más tarde, con el franquismo consolidado, un sector de este clero vasco, acosado y desterrado, se organizará clandestinamente para denunciar con acciones y publicaciones la opresión de los derechos sociales y políticos de su pueblo.
Los golpistas fueron especialmente eficaces en la represión con la instauración de un aparato judicial, fiel y servil, que cumplía la formalidad de los procesos, y que sirvieron para legalizar el terror, depurar y amedrentar a los no colaboradores con la nueva España. Las principales y reiterativas imputaciones que se hacían en los Consejos de Guerra contra estos curas eran: ser nacionalistas, ejercer el ministerio pastoral en vascuence y auxiliar a la rebelión, que en realidad era la defensa del Gobierno legítimamente constituido.
El ser "nacionalistas" tenía una triple tipificación (exaltados, moderados y simpatizantes), y las penas iban desde el destierro hasta el cambio de parroquia o severa amonestación. El hablar o escribir en euskara era un agravante. Se obviaba que era una lengua propia y que, además, estaba recomendada en la acción pastoral, al ser el idioma usual de los fieles, por una Sinodal Diocesana de Gasteiz (1885). Era "muy grave", en el caso de los capellanes de gudaris, el auxilio a la rebelión, como si los rebeldes no fueran los golpistas. Lo cierto es que estos capellanes estuvieron comprometidos y con alto riesgo en tiempos de guerra y serán después las víctimas más penalizadas en estos Consejos de Guerra.
Aquellos jueces especiales seguían dócilmente las consignas de los vencedores. El objetivo era eliminar, incluso físicamente, cualquier voz crítica. Al leer aquellos juicios constatamos el sometimiento y dependencia en la aplicación del Derecho a los instintos del poder. Pero también hoy, en muchos casos, la justicia sigue siendo una parcela del poder gobernante.
En definitiva, los golpistas vencedores y sus continuadores tienen aún pendiente reparar y tomar medidas justas de reconciliación. Es verdad que se han dado algunos movimientos: primero fue una confirmación de la Ley de Punto Final con la amnistía de 1977 -que fue un pacto de impunidad y amnesia oficial-, después, en 1984, es aprobada la ley de reconocimiento de los cargos militares en el Ejército Republicano durante la guerra, y por último, en 2007, se hace la declaración de la Ley de la Memoria Histórica, que condena el franquismo, pero no facilita el auto de procesamiento de los crímenes de lesa humanidad que nunca debieran prescribir. Es en la querella contra los crímenes del franquismo donde se han unido descendientes del clero de 1936 y de quienes lucharon contra la dictadura.
Pero si estas medidas políticas son aún insuficientes, están a un abismo de las de la jerarquía eclesial, que aún perdura en la añoranza franquista y no ha rectificado ni se esfuerza por promover un ambiente de concordia. Su única excepción es el homenaje a los sacerdotes vascos asesinados, celebrado en julio de 2009 en la catedral de Gasteiz, con la participación de los obispos de las tres diócesis vascongadas.
A pesar de la cruel violencia promovida por el franquismo y nunca explícitamente denunciada, ahora muchos de sus herederos ideológicos la exigen como condición previa para cualquier diálogo sobre el persistente conflicto vasco. El condenar puede ser un requerimiento moral o algo éticamente conveniente para un individuo, pero a los políticos de un Estado se les exige dialogar para dar respuesta a los conflictos del pasado o del presente. Y en un conflicto nadie puede proclamarse intérprete indiscutible de la verdad pública. El diálogo debe nacer del libre respeto mutuo, sin prepotencia y arrogancia y puede llegar a negociación sin que, como tantas veces pretenden los políticos inmovilistas, la resolución de un conflicto esté obligado a la derrota o a la victoria.