PASADO ya el momento álgido de nuestro período festivo (aunque quede tan notable epílogo como los Sanfaustos de Durango y Basauri ) y desde la distancia mental que proporciona la vuelta al tajo, se puede reflexionar con mayor ponderación sobre ese modelo festivo propio, que trae a tan mal traer a los que se llaman a escándalo ante su cara negativa (politización, protagonismo desmesurado del alcohol, falta de respeto a los demás, a las mujeres de forma destacada... ) o a quienes lo ven en grave peligro porque los ayuntamientos (coyuntura manda) reducen su aportación y el número de conciertos.

Lo primero que hay que exigir a cualquiera que pretenda analizar con seriedad un fenómeno es el rigor de no fragmentarlo a su conveniencia para fijarse tan solo en lo que quiere alabar o, más probablemente, someter a crítica despiadada. Y una primera consideración a este respecto es que las fiestas son de todos. Todos estamos de fiesta porque esta transforma la realidad cotidiana incluso de aquellos que no quieren participar en ella, incluso de los que, motivos al margen, no están para fiestas.

No es esta la percepción que cualquiera obtendría de la lectura cotidiana de la mayoría de los medios de comunicación, incluyendo los análisis al uso. Si a estos hubiera que hacer caso, la fiesta se reduciría al espectáculo y los protagonistas serían tan solo adultos que acuden al acto social (sin ánimo despectivo, pero sabemos bien en qué queda la afición a los toros o el teatro durante el resto del año) o jóvenes embebidos en alcohol congregados masivamente para escuchar conciertos o pasear por las txosnas. Y la fiesta es esto, ¡quién puede negarlo! pero no esto tan solo.

Si las fiestas son de todos (incluso de quienes manifiestan su parecer sobre ellas fugándose de su residencia habitual durante su transcurso) es desde el prisma de la satisfacción de los intereses y pretensiones de todos desde donde deben juzgarse. No puede valorarse el éxito o fracaso, como tantas veces se hace, en función de la más o menos multitudinaria asistencia a determinado tipo de conciertos o de la presencia de público (y/o recaudación) de los establecimientos hosteleros que surgen específicamente para la fiesta.

Por eso es absurdo sostener, como hace Bilboko Konpartsak sin ir más lejos, que el Ayuntamiento de Bilbao, o cualquier otro de los que ha reducido el número de conciertos por los recortes presupuestarios, pretenda cargarse con ello el modelo festivo. Por cierto y en nota al margen, resulta curioso que quienes abominaban del Guggenheim como venta de nuestra cultura al ídolo yanqui, hagan depender ahora nuestra fiesta de la contratación de grupos extranjeros (españoles o anglosajones ) que cantan en lenguas distintas de la propia. ¡Caray con la reconversión de la izquierda abertzale!

Si las fiestas son de todos, habrá que hablar del exitazo que constituyen en ellas las actividades dirigidas a los niños (y el respiro que proporcionan a padres y madres). Es verdad que sostenidas en muchas ocasiones sobre un esfuerzo voluntario mal compensado y poco agradecido y sobre cuya viabilidad futura surgen importantes dudas, pero hay actividades que han conseguido superar el tradicional contenido exclusivamente barraquero para, sin perjuicio de que siga proporcionando diversión a los peques, incorporar en algunos municipios contenidos pedagógicos muy interesantes.

Si las fiestas son de todos, habrá que hablar de la insuficiente atención y protagonismo de las personas mayores en programas y valoraciones. Parece que en casi todos los lugares se les contenta con organizar chicharrillos y verbenas; y sí, pero no. No solo.

Y si las fiestas son de todos, hay que hablar por supuesto de las de todos los demás. Pero no solo de lo negativo, también de la apoteosis de nuestro folclore que supone ver bailar simultáneamente, pongamos que, por ejemplo, en la bilbaina Plaza Nueva y sin que salga luego en los periódicos, a muchos centenares de personas. ¿Podrían sobrevivir nuestras danzas sin esa fiesta a la que históricamente van tan unidas? ¿Y los herri kirolak, incluso ahora que algunos cuentan con circuitos estables y no festivos de competiciones?

No todo es negativo, pese a que nuestras fiestas no tengan analista que las defienda, pero también hay reproches que justifican una reflexión.

Nuestras fiestas están politizadas. Es cierto. Pero los antropólogos nos advierten sobre dos evidencias en relación con ellas. Una primera sobre que la fiesta tiene un intrínseco componente de ruptura con el tiempo cotidiano, de transgresión (relativa si se quiere) o de relajamiento en el cumplimiento de la norma. Esto, en si mismo, ya es política. Y una no menos relevante sobre que en fiestas no dejamos de ser los mismos. De ser nosotros mismos. Si se quiere, de ser todavía más, tal y como en realidad somos. Y si nuestra vivencia cotidiana está politizada en extremo (y no entraremos ahora en motivos y circunstancias) no tendría sentido que la de la fiesta no lo estuviese, ni lo tiene culparle por eso.

Somos muchos los molestos por la apropiación que del espacio público festivo realiza la izquierda abertzale, lo popular (movimientos, reivindicaciones...) es tan solo lo que abanderan ellos. De todas maneras, incluso en esto el paso del tiempo y la renovación generacional están haciendo mella. La guerra de las banderas pasó a la historia y es evidente que se avanza. Aunque quede todavía mucho camino por recorrer.

El vínculo inseparable entre alcohol (u otras sustancias nocivas para la salud) y fiesta es indestructible a corto plazo. Cierto. Todos somos responsables en mayor o menor medida. Pero muchas personas no vinculan el alcohol a la fiesta sino al ocio. El botellón coloniza la fiesta igual que los fines de semana a lo largo del año o actividades lúdico-reivindicativas como las fiestas de las ikastolas. Y muchas personas no necesitan de las fiestas para ponerse a tono. La fiesta no es inocente de promover el consumo, por supuesto que no, pero la raíz del problema no está en ella.

Y el contexto transgresor y masificado favorece también el acoso sexual. Es así. Cuanta mayor sensación de impunidad, mayor incentivo a acometer. Pero cuando la violencia de género ocupa casi espacio fijo en el periódico de cada día, es injusto acusar a los organizadores porque harto cuidado se suele tener (aunque también haya excepciones) en evitar actos o contenidos que la favorezcan. El problema no está en la fiesta sino en el acosador. Porque no todos acosamos. Y conviene tenerlo claro si se quiere enfrentarse adecuadamente al problema.

La fiesta es lo que hacemos con ella los que tomamos parte. Es tan plural que las hay tantas como personas. Y analizada de forma global nos retrata tal y como somos. ¿Que nos gustaría que el espejo nos dijese otra cosa como a la madrastra de Blancanieves? Pues, como no podía ser de otra manera está en nuestra mano. En la de todos y cada uno.