LA campaña que ha presentado el Centro Wiesenthal en Alemania para conseguir datos con el fin de juzgar a los poco más de un centenar de criminales de guerra nazis todavía vivos resulta extraña por la recompensa prometida. No porque tales actos de lesa humanidad no deban ser llevados a los tribunales, sino porque exigen una adecuación al marco de la realidad. Me refiero a que no podemos cerrar el pasado con la dinámica del viejo oeste americano en el que se ponían carteles de busca y captura para saldar los crímenes. La polémica está servida por diversos motivos.
Esta llamada a la delación lleva a un sentimiento de amargor y repulsa a los alemanes ya que recuerda, aunque no de modo idéntico, el modo en el que se procedió ingenuamente a ayudar al control social por parte de la población al Estado nazi (Gestapo) o la RDA (Stasi), lo que facilitó sus tareas represivas y asesinas. Los regímenes totalitarios que han padecido traicionaron la voluntad colaboradora de los ciudadanos mediante la perversión de la ley y la justicia. Los fines que se ha propuesto el Centro Wiesenthal son otros pero la desconfianza puede más. Ahora bien, el otro foco de debate que cabría plantearse es, ¿por qué ahora?
La historia de la persecución de los criminales nazis está llena de lagunas. Unos huyeron y escaparon a la justicia refugiándose en terceros países, otros, en cambio, debido al anonimato que les procuró el asesinato en masa regresaron a sus casas rehaciendo sus vidas. Algunos de ellos fueron descubiertos y juzgados y otros muchos murieron plácidamente en sus camas. En Alemania, el proceso de desnazificación, una vez los aliados abandonaron la ocupación y se constituyeron la RFA y la RDA, no trajo consigo una persecución implacable de estos asesinos sino que se aparcó esa mala memoria. Se omitió la polémica y la confrontación contra su propio horror (aunque no todos los alemanes eran responsables) para superar las heridas. Ahora bien, la nueva singladura derivó en que, a partir de los años 90, se produjese un renovado interés por revisar ese pasado en aras de adoptar una conciencia más profunda del oscuro periodo del Tercer Reich. El nazismo no fue un accidente de la Historia sino un proceso histórico al que llegaron los alemanes colaborando directa o indirectamente en sus propósitos criminales. Pero fueron unos acontecimientos de tal trascendencia mundial y nacional (la mayor espiral de violencia y horror de la humanidad) que el proceso de integrarlos en la sociedad ha sido muy dificultoso. Lavaron la conciencia con millones de euros que pagaron a las familias, organizaciones judías y, por supuesto, al Estado de Israel, dando pie a un mea culpa que todavía sigue pesando. Y todos estos aspectos se han visto reforzados por el carácter de conmemoración permanente que comporta el campo de exterminio de Auschwitz.
Pero el retomar la caza al criminal tras tantos años, coincidiendo con el estreno del brillante filme Hannah Arendt (2013), solo parece traer a colación la pugna por juzgar a unos inocuos ancianos que, posiblemente, no sean conscientes o no vayan a admitir sus culpas. Cierto es que nos encontramos en un punto de inflexión difícil de imaginar (pero sí de predecir) hace unos años, como es la defunción, por causas naturales, de los supervivientes del Holocausto así como de la de sus verdugos.
El intento de preservar la veracidad del relato a partir de estos hombres y mujeres venía entrelazado a que estuviesen vivos, pero es ley de vida que esta generación desaparezca y sea la próxima la que sostenga el valor de su memoria de una manera diferente. Pues ya no solo se trata de recordar de una forma fiel y exacta el horror, y señalar los millones de seres humanos asesinados (en especial, judíos), gracias a la historiografía, sino el cobijar la pertinente conciencia que nos lleve a que el siglo XXI no se parezca en modo alguno al XX.
La excepcionalidad del fenómeno del nazismo muchas veces ha jugado en su contra. En vez de presentar a estos criminales como seres corrientes (que no normales) todo nos ha inducido a creer que son objetivos exclusivos que se dieron en un contexto determinado. Pero la realidad es más dura, amarga y cruel, ya que se han producido otros genocidios. La capacidad del ser humano por hacer daño es indescriptible e inimaginable. Este es el quid de la cuestión.
Por supuesto que los viejos guardianes de los campos de extermino deberían ser juzgados pero también hay que plantear una memoria activa que nos permita hacer del Holocausto una senda que podamos recorrer una y otra vez con otros puntos de referencia, no volviendo a Auschwitz únicamente, porque nunca se dará un fenómeno exactamente igual sino de forma distinta. Aprendamos a detectar el peligro.
Así, el victimismo judío por estos hechos ha permitido a Israel ostentar un capital moral que ha dilapidado con su violación sistemática de los derechos humanos de los palestinos, lo que sirve de ejemplo para entender cómo no hemos extraído una lección acabada del horror que encarnó el nazismo. Porque el nazismo no fue solo una manifestación del mal sino, en mayor medida, de la inhumana racionalidad de las personas volcadas contra los judíos, pero que puede darse con otras manifestaciones en la Humanidad.
Proceder, a estas alturas, a juzgar a unos ancianos que han perdido la mayor parte de sus facultades ya no va a ayudar a la justicia histórica. El esfuerzo debería ser otro, vinculado al desarrollo de los pueblos, las culturas y las sociedades. No porque no haya que vivir siempre alerta con la conciencia, ya que en cualquier lugar puede surgir una simiente de odio racional y de desprecio humano, sino porque hemos de implicarnos sobre el escenario de la realidad presente y sus nuevos actores protagonistas.
La Shoá ha de servirnos no solo como una memoria objeto sino como un activo desnudo para educarnos en la salvaguarda de los derechos humanos permanentemente.