TRAS la renuncia de ETA al uso de la violencia armada, somos conscientes de que hemos de dar más pasos en el futuro para lograr la plena pacificación. Teniendo muy presente, para que no se repita de nuevo, la experiencia dolorosa de terror y sangre de estos últimos años. Ese es también el objetivo de la Mesa para la Paz y la Convivencia del Gobierno vasco.
Para la realización de esta tarea es fundamental que la paz tenga una fundamentación ética que la sostenga. Algo que llama la atención. No mucho tiempo atrás, esa dimensión ética, como inspiradora de los comportamientos y acciones sociales y políticos, ha estado ausente entre nosotros. Se ha impulsado y afirmado, que la ética vale para comportamientos individuales pero no para la vida política y social. Estas se deben regir por el criterio de la máxima eficacia, de la máxima efectividad, cualesquiera sean los medios para conseguir determinados objetivos políticos o sociales.
Reflexionar sobre estos hechos nos ayuda a evitar equívocos, que pueden llevarnos a la frustración y al desengaño. Esta exigencia ética, que ha de fundamentar la paz, debe estar sostenida por la verdad. Una verdad socialmente compartida, cuyos objetivos perseguidos han de ser también sociales. Esto es, objetivos que interesan y vinculan no solo a las personas particulares, sino a toda la sociedad. La paz debe ser de todos y para todos. Seguir solo el interés personal o del propio grupo como principio ético es construir una sociedad insolidaria y cruel, un país enfermo y desquiciado.
La ética verdadera es la que implica la existencia de algo o de alguien, interno o externo a la misma dignidad de la persona, que vincula a esa persona a actuar o a abstenerse, a apoyar o rechazar algo, de una manera determinada. Supone, por ello, la existencia de la libertad personal o colectiva pero afirma, al mismo tiempo, que esa libertad personal o colectiva, ha de estar vinculada a unos criterios de actuación ajenos a la misma libertad. No hay ética si no hay libertad y esa libertad tiene que estar vinculada a algo distinto a ella misma. Recurrir a la ética para asegurar la paz viene precisamente de la constatación de que la sociedad que se ha creído dueña de ejercer su libertad no ha sido tan consciente de que, para ser una sociedad auténticamente humana al servicio de las personas y de los pueblos, debe tener sus límites, impuestos por exigencias diferentes de sí misma.
Pero las limitaciones y las exigencias positivas, de lo que se debe hacer o no hacer, impuestas por la ética al ejercicio de la libertad individual y colectiva, tienen una dimensión propia que las caracterizan. Es la dimensión del bien y del mal, lo justo y lo injusto, cualificados como éticos, en cuya determinación entra también en juego la referencia a la verdad. En efecto, una es la verdad relativa a lo históricamente sucedido y otra la verdad relativa a la valoración de esa realidad desde la perspectiva del bien y del mal éticos, de la justicia o la injusticia. También aquí entra necesariamente en juego la libertad humana, tanto individual como colectiva. En definitiva, se plantea en qué medida la persona individual y los grupos sociales y políticos son libres y soberanos para definir lo que es para cada uno de ellos, lo bueno o malo, lo justo o injusto.
Aunque parezca muy teórico, es este un planteamiento importante y profundo, que deberá aclarar, potenciar e impulsar la Mesa para la Pacificación y la Convivencia. Lo decimos pues no faltan quienes creen que "no hay [una] ética general, un suelo ético mínimo. La idea de una ética universal es una ideología profundamente conservadora porque mantiene toda la crueldad de injusticia del orden establecido. No hay más ética que la de las verdades históricas particulares". ¿Se puede plantear en qué medida son compatibles los proyectos de pacificación sostenidos por los diversos consensos sociales relativos a la ética y por la afirmada necesidad de fundamentarlos en las diferentes también verdades de las respectivas memorias históricas?
Si hay dos historias o más, hay dos éticas o más y no una base común. Si no hay una ética general, una base común, solo hay una ética para cada propia verdad. Entonces, ¿cómo podemos denunciar y luchar en común contra las injusticias, los asesinatos de personas inocentes, la tortura, los abusos del Estado, el racismo, la manipulación de los hechos, los expedientes injustos de regulación de empleo, la corrupción, etc., etc.
La fidelidad debida a los valores humanos fundamentales de la convivencia (el respeto a los demás y a los Derechos Humanos, la referencia a la justicia, la fidelidad a la verdad de los hechos...) ha de dar consistencia a los criterios éticos que inspiren las formas de convivencia de nuestro pueblo. Dicha fidelidad es irrenunciable en el compromiso por la pacificación. La ponencia ha de hacer posible lo que de entrada parece imposible. Propóngase lo que se tenga que proponer, pónganse de acuerdo y, entonces, sabremos en qué fundamentamos la paz y no nos engañaremos. De esta manera podremos todos saber dónde nos hallamos unos y otros, sin vanas ilusiones y con un sano realismo. Haciendo real, posible y tangible aquello que nos gustaría se llevase a la práctica, hoy y aquí, como una sociedad vasca justa y plenamente pacificada.