La muerte dormida
TAL y como afirma Vladimir Propp en Morfología del cuento popular ruso, los cuentos populares comienzan inicialmente con una situación de pérdida. El protagonista sufre una carencia y ello activa la acción del cuento, que le obligará a afrontar una serie de adversidades hasta alcanzar el restablecimiento final. Este último adquiere la forma, casi siempre, de un príncipe o princesa. ¿Quién no se imagina, como escena paradigmática, al héroe luchando contra el dragón para rescatar a su princesa, retenida en la torre?
A pesar de que perduran también algunas historias de heroínas, lo cierto es que la más reiterada función atribuida a las mujeres y doncellas en los cuentos populares es la de la gratificación final: es el bien que duerme o espera pacientemente encerrado en una celosía, como un tesoro que aguarda inmóvil y silente.
Rapunzel o La Bella durmiente son algunos ejemplos de esa función pasiva que se promete como gratificación final. La primera es encerrada en una torre; la segunda yace en un sueño de cien años a la espera del amor verdadero. A pesar de ser ambas protagonistas aparentes del cuento, no es a ellas a quienes se destina el bien final. Por el contrario, ellas mismas encarnan el premio último, son las figuras destinatarias del príncipe, quien finalmente las rescata. Por lo tanto, comprobamos cómo este es el verdadero sujeto latente en la historia. Ellas son, por el contrario, el objeto ganancial. Pensemos entonces ¿por qué la heroína acaba teniendo una función pasiva? Retrocedamos un poco más a esos tiempos remotos para volver al presente con más respuestas.
Como han observado los psicoanalistas a partir de Freud y Jung, los mitos y los cuentos de hadas suelen expresar los principios de la cultura con mayor precisión que los textos literarios más complejos. Esto se debe a que condensan simbólicamente las pasiones y conflictos humanos desde tiempos inmemoriales. Como ejemplo, las fuerzas del bien y del mal aparecen externalizadas por oposición, personificadas en distintos personajes que son ayudantes o son oponentes del protagonista.
La feminidad se somete a ese mismo desdoblamiento, representándose escindida en un bien y mal, buena-mala, en rivalidad y lucha recíproca. Las muchachas de los relatos rara vez son víctimas de un monstruo masculino -como el lobo de Caperucita- sino que las rivales de las protagonistas son casi siempre mujeres, a menudo de mayor edad, lo que nos conduce a una relación de rivalidad edípica entre madre-hija o suegra-nuera. El cuento de Blancanieves es uno de los mayores exponentes de este conflicto de intereses por atributos como la belleza y juventud: vehículos de acceso del amor de un hombre o príncipe y de un hogar feliz que permita la realización de la maternidad y un hogar futuro en una sociedad patriarcal. Se deduce de tal lucha de poderes que la realización de una supone la destrucción de la otra. La belleza se mide en el cuento a través del espejo, que las une y las separa como dos reflejos antagónicos pero indisolubles: no hay bien sin mal, ni una sin la otra, ambas son falsas.
En esta lucha entre arquetipos, la pasividad se considera virtud y la acción se vuelve maldición, a través de la manzana, que irrumpe con su simbolismo asociable al pecado original. Así, la bruja adquiere poderes maléficos y la muchacha sería la pecadora que sucumbe a la tentación. Se deduce que el atrevimiento ingenuo de Blancanieves supone como castigo la permanencia en un estado inmóvil: la muerte dormida. Pero es un castigo aparente, puesto que como en todo cuento, el bien vence al mal: el letargo la vuelve virtuosa. Por lo tanto, el conflicto de rivalidad tiene un desenlace moralista, expresa un ideal de virtud femenina para un crecimiento virtuoso -de acuerdo a la mentalidad de una época ya lejana-, basados en la virginidad, la bondad, candidez, etc. En el caso de Blancanieves y La bella durmiente, la muerte dormida parece metáfora o símbolo de la pasividad femenina. Bram Dijkstra señala al respecto en Ídolos de perversidad que el sueño actúa como metáfora de la virginidad pero, además, dormir conlleva un abandono físico y psíquico y ello se asociaba a la disponibilidad sexual. De ahí se explica la insistencia posterior -tanto de la pintura como del cine- en representar la seducción de las bellezas inmóviles, muertas o dormidas, como si su proximidad con la muerte las volviera más deseables.
En Blancanieves se dice que era tan bella que no pudieron enterrarla. Permaneció así en un ataúd de cristal, para que pudieran contemplar su hermosura. Prendado además por su misma belleza, el príncipe no puede evitar besar, lo que no deja de ser, en realidad, un cuerpo inerte. Pero, ¿qué tiene de tan fascinante la imagen de la durmiente para que ni la pintura ni el cine hayan podido prescindir de ella?
Si la literatura de hadas fue ilustrada a través de la pintura -en especial los llamados prerrafaelistas pondrían de moda el icono de bellezas lánguidas y dormidas-, en la actualidad el cine reencarna estos mitos en historias actualizadas solo en forma. Vírgenes suicidas como Ofelia o la Dama de Shalott, herederas de la Bella Durmiente, nos recuerdan a Bella, la protagonista de la saga Crepúsculo, que resucita valores estéticos e ideológicos más cercanos a la Inglaterra del XIX que a la actualidad.
Son numerosas las escenas en las que se alude a la pasividad de Bella, representada como una bella durmiente prerrafaelista, con su belleza marmórea y fantasmagórica. Bella mantiene su promesa de virginidad y se abandona a la muerte para encontrarse con su amado vampiro, como una renovada Ofelia. Al igual que las protagonistas de los cuentos, se separa de su madre y se expone a numerosos peligros que escapan al alcance de su padre. La situación de desprotección despierta en los hombres un deseo casi paternal. Ella prefiere morir para unirse a él, que vivir una vida insulsa sin él. Por lo tanto, de acuerdo con la idea inicial de Propp, la conquista de Bella equivale a la captura del objeto, que culminaría en el matrimonio. Es decir, Bella se prefigura como recompensa.
Este tipo de películas disfraza valores retrógrados bajo una superficie de actualidad, contraponiendo una actitud heroica y activa en la vertiente masculina, frente a la pasividad mística asociada a la parte femenina. La mujer se describe como objeto ganancial destinado al hombre. Estos valores no permanecen en la actualidad en el mundo de la ficción. Al contrario, la publicidad se retroalimenta de estos arquetipos para prometer bienes gananciales destinados a los hombres, a través de bellas inmóviles de mirada sensual o mujeres fatales, perversas insaciables, que apelan directamente al príncipe renovado, sentado en su trono frente al televisor.
Estos patrones y valores ocultos están configurando nuestra propia identidad individual y colectiva. Ante esta cruda realidad, peligrosa porque está camuflada, es posible recurrir a la ficción literaria o artística para cuestionar el contenido de estos roles. Ese es el trasfondo ideológico que ha motivado la instalación Espejito Espejito que ha revestido de pintura el exterior de las Juntas Generales de Bizkaia las últimas semanas: una crítica hacia estos valores ocupando su falso reflejo, e instando al público a reflexionar.