MI primer recuerdo de Montevideo es el olor de la cocina, doméstico y entrañable, pero que me advirtió que vivía en un país al que apreciaba como mío, pero que no era el mío. Porque las cosas que cocinaba mi madre eran distintas a las que percibía en la calle y a las que nos preparaba Lucinda quien, de vez en cuando, nos venía a ayudar con las tareas del hogar, sobre todo en aquel trabajo de lavar las sábanas a mano y colgarlas al sol.

Los olores y sabores de la cocina de mi madre eran fuertes y especiados y no se encontraban en el mercado. Acompañaba a mis padres en su excursión al puerto de Montevideo a buscar el tasajo de bacalao, los pimientos morrones, los ajos y el aceite de oliva. Esperaban al pie de la escalerilla de un barco que entonces se me antojaba grande y no lo era, y unos tripulantes de Portugalete que hablaban un castellano parecido al de mis padres que ya no era el mío, extendían el paquete alimenticio en papel de estraza. Escuchaba la conversación que mantenían sobre personas que debían ser mi familia y que no conocía, y veía las cartas disimuladamente pasadas de mano para burlar la censura del capitán y que, en cierto modo, eran peligrosas: describían las penalidades sufridas bajo el régimen franquista.

Esto ocurría en el tiempo de Navidad. El faro del puerto alumbraba el río y en esa época de calor austral, ama adornaba el nacimiento con nieve. En Belén nevaba? como solía nevar en Euskadi comentaba con voz desgarrada por la nostalgia. Y se preparaba a la tarea de desalar el bacalao, tasajo prieto y blanco que parecía que nunca podría ser masticable, de preparar los pimientos secos de los que no se podía sospechar que dieran aroma a plato alguno, disponía los ajos blancos, con su forma de paréntesis. Ella iba guisando aquellos ingredientes misteriosos en el aceite dorado como el oro de su sartén, con mimo. En la mesa de Navidad lo exponía en una fuente de barro, con la promesa del postre de turrón. Después supe que aquello era bacalao al pilpil.

En la cocina del Euskal Erria, el centro vasco de mi infancia, se montó una cocina vasca con cacerolas de cobre, su fuego engañoso, sus cortinas de cuadros rojos, blancos y verdes, y las emakumes hablaban de recetas antiguas, del tiempo de la expatriación de las guerras carlistas. Evocaban la maestría culinaria de sus madres y abuelas. Muchas cerraban los ojos para olfatear el recuerdo de los platos tradicionales. Era como por el vericueto del olor, regresar al hogar perdido.

Pero en las calles de Montevideo flotaban otras aromas de sabrosa carne asada, de dulce choclo cocido, de patata, zapallo, boniato y zanahoria convertidos en puré, suculentos e inmediatos al olfato y al paladar y, a más, la abundante leche y su espesa nata que formaban parte de la dieta obligada y económica. Recuerdo el olor del mate que Lucinda nos hacía beber en la plaza donde jugábamos, bajo un ombú gigantesco, advirtiendo que había mate dulce y amargo e indicando que sabía que algún día, nosotros, sus niños uruguayos, seríamos niños vascos, pese a la diligencia con que ella quería reconvertirnos para no perdernos.

Pese al río de la Plata, grande como mar, el Paraná guazú de los indios primigenios, y su costa atlántica, en Uruguay no había tradición de comer pescado, así que el bacalao de Navidad se convertía en el lazo que nos anudaba a la patria desconocida de mis padres. El bacalao, en cierta manera unido a la ballena, era parte de las añoranzas de aita que disertaba de sus esforzados antepasados arrantzales que llegaron a Terranova antes que Colón, persiguiendo al leviatán de los mares y que fueron los primeros en capturar el bacalao, volverlo tasajo para ser guardado, en el tiempo en que los artilugios eléctricos de conservación eran desconocidos.

La voz de mi madre que sobrevolaba sobre el humo de su espesa salsa, a la que movía con pericia para darle el punto de sabor requerido, advertía que si aquellos hombres llegaron a América, como ellos habían llegado también, era porque las mujeres vascas sabían desalar, condimentar, guisar y presentar esos pescados lejanos. Que cualquier cosa que llegara a sus manos, lo convertían en regalado alimento familiar. Mientras ellos se perdían en sus remembranzas, Lucinda nos hacía una señal para seguirla y nos llevaba a comer matambre y chinchulines en casa de una amiga, a degustar pizzas y fainás y el rico postre de dulce de leche, en secreto. Se sentía culpable como una contrabandista por hacernos probar los platos uruguayos.

Y es que el exilio es una desgarradora combinación por conciliar sabores, olores y perfumes diversos, pleno de aromas imposibles de definir. No es extraño que la gastronomía de las Eusko Etxea repita las fórmulas magistrales para evitar la ruptura con el cordón umbilical con la tierra madre.