LA fraseología revolucionaria del existencialismo sartriano caracteriza un clima libertario, cuya significación no se agota, como pretende Raymond Aron, en Saint-Germain-des-Prés. Es verdad que la voz desencantada de Juliette Greco y los lamentos desgarrados de Edith Piaf, despojados de toda su bisutería cultural, auguraban el final del mito del determinismo histórico que profetizaba el final del capitalismo, pero Jean-Paul Sartre recuerda que el ser humano es totalmente libre, puesto que no tiene ninguna esencia que le dicte cómo ha de obrar ni qué es lo que ha de elegir. Por tanto, al hallarse tan absolutamente destituido de toda norma y de toda ayuda para su elección, puede realizar aquello que el artificio histórico hegeliano le había negado.
No tardó Gilles Lipovetsky en anunciarnos algo así como la era del vacío, en la que el mercado financiero ha impuesto su ley mientras se ha ido desvaneciendo todo tipo de oposición efectiva. Sin embargo, en la medida en que la acción social, vuelta hacia el porvenir, pertenece tan solo al orden de la probabilidad, la historia queda abierta hacia un proyecto por hacer y a un final por decidir. En realidad, no hay ni ninguna ideología ni clase social que garantice la consecución de un final feliz, sino que la historia tendrá el final que los seres humanos decidan libremente darle. Ignoramos el provenir de la historia. Es cierto. Pero somos éticamente conscientes de que el refinamiento y el lujo de una minoría privilegiada no puede sustentarse sobre la desdicha y penuria de la mayoría de la humanidad.
Es perfectamente justificable, por tanto, privar a una persona de su lujo si con ello se consigue proporcionar a otra las cosas que le son necesarias. Cabe esperar, en consecuencia, que la rebelión de más de mil millones de personas, víctimas de un sistema injusto, ocasione el final de esta organización tan odiosa. Es, al menos, una posibilidad probable. De hecho, si la norma fundamental de cualquier país no garantiza de facto ni siquiera el derecho a la alimentación, el Estado de Derecho quiebra moralmente y conlleva como corolario la desobediencia civil. No podemos, por ello, rasgarnos hipócritamente las vestiduras ante hechos como la reciente apropiación de alimentos consumada por jornaleros del Sindicato Andaluz de Trabajadores en dos supermercados de Écija y Los Arcos.
En fin, uno que es un racionalista impenitente piensa que la fuerza de la inteligencia racional puede que sea pequeña, pero es constante y casi siempre actúa en la misma dirección y en el buen sentido, mientras que las creencias o fuerzas de la insensatez se destruyen unas a otras en una pugna estéril. Las creencias, ya sean ideológicas o religiosas, casi nunca se basan en pruebas sólidas. La mayor parte de afirmaciones políticas que supuestamente nos sostienen en la vida cotidiana apenas son otra cosa que la encarnación misma del deseo. Es decir, meras creencias sin soporte científico alguno. Las ideologías desarrolladas por las formaciones políticas tienen tal sobrecarga utópica que resultan particularmente engañosas. Su falsedad, por tanto, no es inocua, pues la placidez que brindan y el porvenir que auguran nos puede salir muy caro. Solo podemos fiarnos de aquellas propuestas que tengan una probabilidad apreciable de realizarse. No cabe duda de que son los principios y los valores los que apuntan hacia el fin cuya bondad se quiere lograr, pero entre las premisas éticas y el objetivo que se persigue media necesariamente la racionalidad del proyecto, respecto del cual las ideologías muestran demasiada frivolidad. Las ideologías, por muy promisorias que sean, sobre todo si se apoyan en falacias, hacen bastante más daño que la afición a la bebida. De hecho, si las reformas progresistas realizadas por los gobiernos socialistas, valiéndose de la alternancia democrática, son tan volátiles que, lejos de consolidarse, son fácilmente desmanteladas por cualquier gobierno conservador, la socialdemocracia no es un proyecto racional y estructural a largo plazo, sino que solo procura respuestas sin más ambición que la coyuntural. No olvidemos que la habilidad en la política consiste en adivinar y predicar como provechoso aquello que la ciudadanía quiere oír mientras que la habilidad en la ciencia consiste, por el contrario, en calcular lo que realmente es ventajoso. No necesitamos creer, sino averiguar, que es exactamente lo contrario.
En definitiva, solo hay dos maneras de escribir el futuro: la utópica y la científica. La utópica expone lo que una ideología desea, pese a ser irrealizable. La científica trata de descubrir lo probable y hacerlo realidad. El socialismo del siglo XXI debe, por tanto, renunciar, sin desprenderse de sus valores y de sus fines, al iluminismo idealista, y apostar por la vía racional y científica, que, heredera de la Ilustración, culmine en una sociedad estructural e irreversiblemente más justa.
Hay que desnudar el milenio de su falso pasado, desvestir el presente de su injusticia, despojar el futuro de sus ilusorias promesas. Y desnudo el mundo, sin dogmas, desnudo el siglo, sin su historia, perdurarán aquí a un lado los pobres, con su miseria, a otro lado los ricos, con sus quincallas; acá la izquierda, con sus promesas, y allá la derecha, con su retranca, dos bloques de pugna y madrugada. ¿Y después qué? Tangas y azúcar para todos.