La Audiencia de Barcelona acaba de absolver a una banda de 12 trileros porque no está demostrado que lo suyo sea una estafa. La sentencia no tiene desperdicio. Las timbas callejeras en las que dejan bizco y con el ojo cuadrado al personal "son turbias" como todos suponíamos, pero quien juega sabe que tiene todas las de perder. El tribunal sostiene que para que exista estafa quien mueve los cubiletes debe retirar la bola de tal forma que el apostante no tenga ni la más mínima posibilidad de encontrarla. Y al mismo tiempo el ciudadano que pone la pasta sobre la mesa debe desconocer que es probable que le engañen. El caso es que el proceso se originó tras la denuncia de un turista extranjero al que intentaron trilearle -por no llevar la contraria a los jueces con el verbo estafar- 50 euros. Surgen muchas interrogantes. ¿De qué país se habrá caído este hombre que decidió trilear y puso una denuncia cuando se vio incapacitado para encontrar la bolita? ¿Cómo determinó el juez que los trileros no se metían la bola en el bolsillo? ¿Jugó unas partidas durante el juicio? ¿Ganó alguna mano? ¿Cambiará la Real Academia de la Lengua la definición de trile -Juego callejero de apuestas fraudulentas que consiste en adivinar en qué lugar de tres posibles se encuentra una pieza manipulada- tras la sentencia? Todo son dudas. Y no es difícil imaginarse a más de un trilero con corbata, yate y línea directa con las más altas instancias del país -qué país- frotándose las manos tras el espaldarazo judicial.