aveces tengo la sensación de que hay millones de españoles que, habiendo votado a quienes predicaban soluciones liberales para la crisis española, se escandalizan ahora de que el Gobierno Rajoy aplique al dedillo los dictados de Merkel, como si no tuviesen conciencia de que entre el voto y las políticas siempre hay algunas relaciones, o como si tuviesen la vana esperanza de que la derecha mejorase a Zapatero -aquel señor que tenía la culpa de todo- sin modificar su discurso social e igualitario.
Y algo parecido está sucediendo en Grecia, donde sigue habiendo mucha gente que cree que votando contra las políticas de ajuste, y haciendo inviable un Gobierno europeísta, se puede lograr que Grecia permanezca en el euro y en el meollo de Europa. Porque muchos electores piensan que la política y las elecciones son cosas distintas, y que cuando se eligen determinadas actitudes y comportamientos sociales no es necesario elegir también sus consecuencias.
Haciendo una peligrosa simplificación de la democracia -como si solo fuese la posibilidad ilimitada de elegir-, muchos griegos y muchos indignados europeos se han quejado amargamente de las presiones ejercidas por la UE -Merkel, Draghi, Rehn y Barroso- sobre los helenos, como si las advertencias de lo que podía y puede pasar en la admirada Grecia constituyesen un atentado contra la libertad de los ciudadanos que ayer ejercieron su voto en un ambiente de máxima dificultad. También fueron muchos los griegos que, a título personal o través de sus líderes, manifestaron su apoyo simultáneo a dos cosas contradictorias: permanecer en el euro y en las estructuras políticas de Europa, y apartarse de las políticas que exige la consolidación del euro y de la UE, como si el hecho de ser gobernados a la alemana o a la griega no tuviese consecuencias esenciales sobre las personas.
El problema, así planteado, está en la esencia de la democracia misma, y la Grecia clásica, a quien le cabe la gloria de haber creado las primeras democracias, ya se enfrentó a esta contradicción hace veinticinco siglos. Porque, antes de que Platón reflexionase sobre la esencia moral del gobierno -solo es política lo que persigue la justicia y el bien común-, y de que Aristóteles estudiase el funcionamiento de las estructuras del poder y las arquitecturas legales, Sócrates, el gran maestro de todos, ya había abordado el peliagudo problema de relacionar el ejercicio de la libertad con las consecuencias que producen nuestras elecciones. Y lo que Sócrates vino a decir es que el derecho a elegir libremente en el orden civil, o la legitimidad moral con la que una persona puede enfrentarse a la ley positiva en nombre de los principios éticos, no nos exime en absoluto de las consecuencias que tienen nuestros actos y nuestras libres decisiones.
Las lecciones que Sócrates también fueron popularizadas por Sófocles, que en su tragedia Antígona contrapone el ejercicio de la autonomía moral y el derecho a enfrentarse desde ella a la ley civil, con el orden social y político encarnado en las leyes y sistemas establecidos. Y también Sófocles insiste en lo mismo: eliges lo que quieres, y tienes legitimidad moral para hacerlo, pero en toda elección tiene que estar implícita la aceptación consciente de sus consecuencias.
No sé si Sócrates y Sófocles, en el supuesto de estar vivos, hubiesen votado a Samarás -partidario de hacer los ajustes y permanecer en Europa- o a Tsipras, que hizo su campaña contra Merkel. Pero estoy seguro de que nunca habrían dicho que votando contra las políticas europeas y el euro, se podía exigir después que la UE se hiciese cargo del paquete. Porque cuando se elige una cosa, decían ambos sabios, se opta también por todas sus consecuencias.