Aprender a tocar a muerto
NO te acostarás sin saber una cosa más. Así reza el refranero. Y debe ser cierto, aunque en ocasiones, el aprendizaje carezca de sentido aparente. En mi caso, tengo dos experiencias que me persiguen sin encontrarles sentido práctico. La primera de ellas la tengo albergada en esa parte del cerebro que se activa, de vez en cuando, de forma automática y sin explicación. Se trata de un largo verso: La canción del pirata, de Espronceda. Y todo obedece a que siendo un tierno infante, los hermanos Maristas de Bilbao organizaron un encuentro lúdico-cultural. Recuerdo que unos imitaban a Pérez de Tudela o a José María García. Otros, cantaban. A los de mi curso nos tocó representar La canción del pirata. Y el joven Mediavilla fue el capitán corsario.
Me aprendí aquel escrito sílaba a sílaba, verso a verso, renglón a renglón. Era un papel estelar y como tal lo asumí. Voluntad y empeño era lo único que tenía, pues, por no tener, no tenía ni pantalones largos. Me tuvieron que prestar los pantalones, las botas catiuscas, la camisa de cuadros, la espada y todo lo demás. Junto a mis compañeros salí al escenario con los nervios a flor de piel.
En aquel inmenso salón de actos-cine había de todo: frailes, padres, madres, hermanos, familiares, parientes de aquí y de allí. Menos los míos. No me extraña. Durante días y noches habían padecido estoicamente aquella recitación que empezaba "con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar sino vuela, un velero bergantín". Mis padres acabaron de los nervios y, si hubieran conocido las historietas de Asterix y Obélix, seguro que me hubieran amordazado como al bardo Asuranceturix.
La cuestión es que el joven Mediavilla fue la estrella del evento. Recitó como un campeón, representó y se movió por el escenario como el mismísimo George Clooney (más tarde me enteré que éramos gemelos). Hay pruebas gráficas de aquel éxito total y pese a que en mi casa nadie se enteró, fue una experiencia irrepetible. Tan irrepetible que, cuando menos lo esperas, y sin venir a cuento, repito aquello de "navega velero mío sin temor, que ni enemigo bravío, ni tormenta, ni bonanza, tu rumbo a torcer alcanza, ni a sujetar tu valor".
Cuando esto ocurre, los que están a mi lado piensan que me ha dado un ictus, o que estoy de atar. Pero les respondo rápidamente : "Veinte presas hemos hecho a despecho del inglés y han rendido sus pendones cien naciones a mis pies. Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad; mi ley, la fuerza del viento, mi única patria, la mar". Como una chota. Pero valer, lo que se dice valer, no sé si este aprendizaje me ha valido para algo.
La segunda cosa que aprendí y que todavía no alcanzo a saber para qué, es todavía más escalofriante. Aprendí, no se lo pierdan los lectores, a tocar las campanas. Pero a tocar a muerto. Campanadas de muerto. Esas que erizan el vello y dan yuyu.
Fue un verano. No sé exactamente cómo ocurrió, pero una tarde me vi en la iglesia y me dijeron: "Ha muerto un feligrés, te voy a enseñar cómo se tocan las campanas en estos casos".
Dicho y hecho. Había dos bronces a los que se golpeaba dura y secamente. Se sacudía el primero (golpear que no voltear). Sonaba: tennnngggg. Cuando la vibración del metal desaparecía, se sacudía la otra: tonggggg. Finalizado el temblor, se golpeaba la primera y así sucesivamente por espacio de dos o tres minutos. Cuando salías a la calle te encontrabas la inquietud. "¿Quién ha muerto? ¿Fulanito? ¿Menganita?". La incertidumbre se disipaba cuando alguien, medianamente informado, identificaba al difunto. Pero, ojo, había que contrastar la información, pues en más de una ocasión, el rumor mató a alguien que estaba muy vivo y el chasco fue monumental.
Esta pasada semana he escuchado y sentido el sonido penetrante de las campanas a muerto. He recordado la técnica de los tañidos y me he estremecido. Ha sido como abrir las puertas del más allá. A campanazo limpio. Entonces me he preguntado, ¿quién será el finado?
Unos han susurrado que "Rubalcaba es un cadáver andante, pero el que está de cuerpo presente es Zapatero". Otros, con la misma mala leche, miran al balcón contrario: "Hace días que no se sabe nada de Rajoy". Son malintencionadas hipótesis.
Al rato, se da una coincidencia; "es ETA, cuyo ciclo ha acabado". Y quien más, quien menos, pretende apuntarse al funeral. Hasta el consejero Ares, conocido en determinados ámbitos como Mortimer, el enterrador. Él ha dicho que tiene constancia de que muchos presos de la organización la dan ya por finiquitada.
Yo no me fío. Hasta que no lea la esquela no lo daré por hecho. Y recito "si caigo, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo, como un bravo, sacudí".
Tennnngggg-tonngggg.