EL 15-M suscita adhesiones, al parecer muy abundantes y entusiastas. Bien está. ¿Quién va a sentir desacuerdo con la necesidad de modificar el sistema electoral, de establecer la fórmula de listas abiertas? ¿Quién se opondrá a que los mercados se regulen y se supervisen, a que el sistema financiero se sujete a normas algo más severas, por ejemplo, en materia de retribuciones de los altos ejecutivos? ¿Quién va a mostrarse contrario a que se destierre la corrupción de la vida política, económica y social? ¿Quién puede decir que no a la cancelación total de los créditos hipotecarios con la entrega del bien hipotecado valorado sin exceso a la hora de concertar la garantía? Todo esto es muy interesante y necesario, pero dicho así no pasa de ser una serie de consignas en salsa confusa sin la menor eficacia práctica. Y hasta ahora el 15-M no ha pasado de esto.

Un movimiento social que aspira a influenciar algo la vida del país exige una estructuración, unos responsables conocidos, una formulación de un programa coherente con todas esas consignas que sin una articulación adecuada son meras nubes de humo. Hasta hoy nada de esto presenta el 15-M.

Se me dirá que es una realidad naciente. Estoy de acuerdo. Pero una realidad de tan fuerte repercusión social tiene que cuidar desde sus orígenes los actos y manifestaciones y pensar en representantes responsables que, de alguna manera, las dirijan. Estamos viendo que cualquiera sale a decir que "el pueblo" exige esto o lo otro. Al "pueblo" solo se le conoce y se le oye con un mínimo de garantía en las urnas. Todo lo demás son historias y el 15-M todavía no ha enfrentado esa prueba decisiva. Se habla de un referendo. No sé hasta dónde podrían organizarlo unos ciudadanos como son los del 15-M. Creo que no con eficacia jurídica. De todos modos, podrían convencer al Gobierno para que lo convoque porque ciertamente el mundo político debería tener en cuenta las inquietudes manifestadas por esta explosión de preocupaciones y anhelos.

La política de manifestaciones, voceríos y otras cosas semejantes es, con una calificación benigna, una verbena. Y las verbenas son recomendables, pero para divertirse y no para resolver problemas. Pues bien, hasta ahora el 15-M solo ha ofrecido, en una u otra medida, verbenas, como son las acampadas y las manifestaciones. Y las verbenas llevan consigo un riesgo evidente: son propicias para que cualquier pelafustán monte un conflicto. Y los conflictos en grandes masas -cincuenta, cien mil o más personas- son un juguete muy peligroso.

Ahora hablan de huelga general. No está el horno para bollos. Una huelga no aportará más que ruido y puede poner en mayor peligro el éxito de algunas reivindicaciones irrenunciables del propio 15-M. Además, una huelga es también poco más que un festival. Eso sí, con consecuencias funestas para mucha gente. No solo para los empresarios.

Sería excesivo acusar al 15-M de algarada por el espectáculo lamentable del exterior del Parlament de Cataluña. Pero tampoco ha de minimizarse el acontecimiento, como algunos medios pretenden. Esa violencia no es una mera anécdota. Precisamente porque hay que reconocer con gozo que, a pesar de tener tanta gente en la calle durante una serie de días, la conducta de los congregados ha sido impecablemente pacífica, esta anécdota es algo similar a los efectos colaterales de las intervenciones bélicas, en este caso efecto colateral del entusiasmo desbordado de los congregados en las proximidades del Parlament. Por muy colateral que se suponga tal conducta, sus víctimas son siempre centrales.

Y tampoco se debe tentar a la fortuna. No se trata solo de que puedan colarse individuos camorristas en unas congregaciones masivas de personas. Los seres humanos tienden a perder la individualidad en las aglomeraciones y cualquier chispa puede terminar en un incendio. Por ello, creo que sería mucho más acertado menos acampadas, menos manifestaciones, y más articulación pacífica de peticiones, organización y acción, evitando congregaciones de personas que solo sirven para camuflar en el anonimato la propia cobardía. Sé que no es fácil la organización de un movimiento de este pelaje, pero ¿quién ha dicho que lo sea ordenar la convivencia, desterrar los abusos, evitar la corrupción y erradicar todas las malas prácticas que nos abruman?

Y me parece infundada la opinión de algunos medios alegando que se trata de jóvenes, no sé si para disculpar la inexperiencia, para hacer comprensible la energía desarrollada, o para hacernos creer que se trata del futuro. No es cierto que todos -yo diría que ni siquiera la mayoría- puedan calificarse de jóvenes en el sentido que suele darse a la palabra cuando se trata de estos acontecimientos, es decir, personas de 25 años o menos. Al margen de algunas personas muy mayores que participan, muchos de los que han hecho manifestaciones parecen ser de más de treinta años. Es decir, gente que se va acercando a la madurez, aun cuando no la hayan alcanzado. Calificarlos de jóvenes es excesivo.

Por último, hasta este momento el 15-M tiene el defecto típico de nuestra política y de nuestra estúpida sociedad en general. La culpa de todo la tienen otros: políticos, banqueros, capitalistas y demás fauna propia de las quejas en este tipo de situaciones. No he visto ni un solo atisbo de autocrítica. Se habla de los políticos, pero nadie considera que votamos o dejamos de votar precisamente nosotros; también los del 15-M. La culpa es de los banqueros, pero nadie recuerda haber tomado préstamos que sabía que superaban todas sus posibilidades de devolución. ¿Quién hace examen de conciencia de sus culpas personales? ¡Ah, no! Eso es para otros. Es más fácil descargar nuestra incompetencia, nuestra desidia, nuestra falta de moralidad y achacársela a otros. Por cierto que no se oye a los del 15-M culpar a los clubs de fútbol, a pesar de que los más importantes pagan cifras escandalosas a sus jugadores y, según se dice, tienen deudas multimillonarias con Hacienda, contribuyendo así a los resultados de los que se quejan con razón los del 15-M. El camino del 15-M debería ser despertar la conciencia de toda la ciudadanía, haciendo que cada uno se mire al espejo y vea sus fealdades para corregirlas. Un profesor mío, cuyo sentido del equilibrio era más que notable, cuando en la clase se organizaba algún sarao de conversaciones y algún alumno chistaba pidiendo silencio, solía decir: ¡Cállese Vd.! Si cada uno se calla, se callan todos. Si se diera la utopía de que cada uno cumpliera su función, la sociedad marcharía perfectamente.