NO se trata de analizar, verbo que incluye la explicación y el repudio, la mutación violenta que se ha producido a las puertas del Parlament de Catalunya exactamente un mes después de la génesis de la protesta el 15-M. Tampoco de determinar si el brote de indignación tiene un caldo de cultivo, o de motivo. Pocas dudas hay en eso que se denomina mayoría social -que en este caso sí es absoluta- respecto a la condena de toda actitud agresiva que atente contra los principios básicos del respeto a las instituciones, antes aun a las personas. Como hay escasas dudas de que la indignación germina en la descomposición de un sistema cuyos ciudadanos contemplan, entre atónitos e impotentes, que caduca su capacidad de control democrático sobre el futuro deteriorado al que se les aboca. Pero más allá de que las actitudes violentas sufridas por los parlamentarios catalanes deban ser evitadas, condenadas si se producen y finalmente perseguidas (están tipificadas en los artículos 494 y 498 del Código Penal), más allá de la sobreinformación -y quizás de la permisividad- no ajena al periodo y los intereses electorales sobre las protestas iniciales de los denominados "indignados" y más allá también de que sigan sin determinarse tanto los orígenes del reactivo que sacó el brote de la indignación a la calle como la alteración que la ha llevado ahora a la virulencia; lo cierto es que el descontento esta profundamente instalado en muchos sectores de la sociedad y se equivocará tanto quien pretenda reducirlo a esas actitudes violentas como quienes desde la ideología antisistema que se adivina tras las mismas traten de aprovecharlo. Ignorar la epidemia, como puede pretender quien se encuentra cómodamente instalado en esta suerte de decadencia, no sirve sino para extenderla. Y, por el contrario, inocular mayores dosis de indignación, como al parecer pretenden quienes se hallan extramuros de la sociedad, puede vacunar contra la misma. El anonimato de quienes dirigen -toda movilización se dirige- la indignación, el desconocimiento de sus verdaderos objetivos más allá de reivindicaciones generales y la incapacidad un mes después para plantear un método con que alcanzarlas no solo impide exigirles las mismas responsabilidades que ellos tan notoriamente reclaman, también imposibilita la confianza y encauzar la reivindicación. Y todo lo que no se encauza, se desborda. Ahora bien, los partidos políticos, los gobiernos, no pueden seguir mirando hacia otra parte indefinidamente, como si la crisis de valores del sistema no existiera, como si no comprendieran que las demandas planteadas por los indignados tienen base en un sentido común cada vez más extendido por la mayor parte de la sociedad, que las protestas no son la enfermedad a superar, sino solo síntomas de una verdadera epidemia.
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