EL sistemático e indiscriminado bombardeo por el Ejército sirio de la ciudad de Yisr al Shogur, capital de la provincia de Idlib y también de la rebelión contra el régimen de Bashar al Assad, supone el final de la esperanza en una transición política y la confirmación de la brutalidad de una dictadura ante la que, sin embargo, la comunidad internacional sigue cerrando los ojos en lo que se entiende una incongruencia tras la intervención multilateral, sostenida y directa en la guerra civil libia. Si en marzo la ONU aprobó la resolución 1973 con el fin de poner coto a las atrocidades del régimen de Gadafi aportando la cobertura legal que pretendían de manera prioritaria Estados Unidos y Francia en base al principio de intervención que se deduce del punto 9 del dictamen aprobado en diciembre de 2006 por el Consejo de Seguridad -se declara "dispuesto a adoptar las medidas oportunas" ante "los ataques dirigidos deliberadamente contra civiles y otras personas protegidas y la comisión de violaciones sistemáticas, flagrantes y generalizadas del derecho internacional humanitario"-, en abril ese mismo planteamiento fue rechazado en relación a Siria, gracias al veto ruso, aprovechando que el régimen de Assad lograba contener mejor el flujo hacia el exterior de la información sobre la represión armada de las protestas civiles. Sin embargo, no se trata únicamente de desconocimiento o de los claros intereses rusos en Siria, sino también del influjo de Israel, más proclive a mantener la estable tensión pacífica con el régimen enemigo de Damasco (aliado tradicional de Irán y soporte del régimen de Hezbolá en Líbano) que en la ruptura del delicado equilibrio en la zona que podría suponer una intervención internacional en Siria o incluso un cambio de sistema en el país. Sin olvidar, además, a Arabia Saudí, que pretendería distraer la mirada de la opinión pública internacional de lo que ocurre en su país o en Bahrein, y su peso en la Liga Árabe, cuya postura fue clave para el inicio de la intervención internacional en Libia. Ni, sobre todo, que Washington sopesa las consecuencias de abrir un segundo frente y convertir la intervención -teóricamente protectora de los derechos de la población civil frente a los sátrapas- en una cruzada que haría inviable la resolución del ya de por sí intrincado conflicto entre el Islam y Occidente. Pero todas esas variables, que indudablemente afectan al papel internacional en la crisis siria, no deben anteponerse al principio universal de defensa de la humanidad y de los derechos humanos y a la persecución de quienes los conculcan que se explicita hasta en cuatro resoluciones del Consejo de Seguridad entre 1999 y 2006 so pena de que la incoherencia socave la propia legitimidad de los organismos internacionales y pervierta los aires de apertura en las sociedades árabes.
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