EL auto por el que la Sala del 61 del Tribunal Supremo deniega la inscripción de Sortu en el Registro de Partidos Políticos, con el voto discrepante unívoco firmado por siete de los dieciséis magistrados de la sala, ratifica de nuevo y de forma meridiana la endeblez jurídica en la que se mueve la interpretación y aplicación de la denominada Ley de Partidos, de todo punto insostenible cuando afecta a derechos fundamentales como, y entre otros, el principio de participación política activa y pasiva que recoge la propia Constitución española en su Título primero. Pero evidenciado ese punto original, el auto, a través del voto particular, también constata la ductilidad de la justicia española, especialmente en puestos claves de la judicatura, hacia la presión ideológica y, por tanto, pone en entredicho su independencia o lo que es lo mismo, a la justicia en sí. No es ya que los siete magistrados que suscriben el voto discrepante hayan desgranado en él un total de veintitrés razonamientos jurídicos que, en base a la propia legalidad vigente, apoyarían la legalización de Sortu, ni siquiera que cada uno de ellos, y todos, serían ya suficientes para no considerar el veto a la nueva formación de la izquierda abertzale, sino que especialmente en uno de ellos nada menos que siete magistrados cuestionan todo el procedimiento judicial y, al ser este repetido en otras causas, el global del funcionamiento de la justicia española, especialmente en lo referente a los casos de índole política referidos a Euskadi. Que siete magistrados de la Sala del 61 del Tribunal Supremo sostengan en un voto particular que "la resolución mayoritaria sustituye la valoración de la prueba por la construcción de un relato de identificación entre los miembros de la izquierda aber-tzale, la banda terrorista ETA y la creación de Sortu" y que "lo justifica con citas parciales y conjeturas incompatibles con innumerables elementos probatorios" confirma ya desde dentro del propio poder judicial -aunque no lo señalen explícitamente y eviten mencionar el motivo que lleva a nueve jueces a forzar la ley- las constantes denuncias que, desde fuera, se habían producido al respecto de su politización o, cuando menos, ideologización, incompatible en todo caso con un ejercicio equilibrado de la justicia. Al igual que son incompatibles con ese ejercicio las constantes e interesadas filtraciones -incluida la del propio auto- que también denuncian en términos muy duros los firmantes del voto particular. En otras palabras e independientemente del recorrido de la causa a partir de ahora y de la resolución que pudiera tomar al respecto el Tribunal Constitucional, la decisión del TS respecto a Sortu es la evidencia probatoria de que el sistema judicial del Estado español necesita iniciar ya la profunda remodelación que tiene pendiente desde hace más de treinta años.
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