¿Son (in)útiles las campañas?
La comunicación no es tan importante como la acción política, es un medio, no un remedio a la falta de valentía para remover el statu quo del sistema. Las campañas son indispensables, pero deben ser otra cosa. Cuanto más diálogo, más confianza concede la gente
LOS catalanes han votado poco (cuatro de cada diez se han abstenido), pero parece que han elegido bien al sosegar la convivencia democrática y poner a cada cual en su sitio otorgando mayorías claras. De las muchas enseñanzas que se pueden extraer de estas elecciones caben destacar, en lo puramente político, el fracaso histórico de un gobierno tricolor creado contra la opción ganadora (tomen nota los socialistas vascos) y, en lo estratégico, el pudrimiento de los formatos electorales. Un síntoma de la crisis final de la vigente partitocracia es su convicción de que una campaña de captación del voto equivale a poner una cara simpática y, a veces, recurrir al esperpento, criterio que seguramente es consecuencia de nuestra frívola sociedad del espectáculo.
El primer error de los partidos es olvidarse del más noble objetivo de las campañas: el fomento de la participación democrática y la consideración de los comicios como acto de corresponsabilidad cívica. Así lo entendió Barack Obama y de su capacidad de movilización nació su victoria. Votar no es ir al mercado y ver qué ofrecen en cada puesto y qué compramos. Las ansiedades de los partidos y un instinto de poder superior a la idea de servicio público han pervertido el sentido de las campañas hasta el punto de convertirlas en motivo de risa para unos y de vergüenza para otros. Nos hemos equivocado todos (también los profesionales del marketing) al supeditar el fondo político de la democracia a las formas de informar al electorado.
El segundo extravío es el falso diagnóstico de que la comunicación es tan importante como la acción política. De tanto mirarse al espejo, los líderes ya no se reconocen a sí mismos y de tanto querer comunicar ya no escuchan a la gente. ¡Qué paradojas! La evolución de los formatos de las campañas nos muestra que los políticos han perdido la calle para siempre. La soledad de los candidatos es patética, por lo que buscan el refugio de sus sedes y el falso calor de los mítines propios para creerse el engaño de su proximidad con los ciudadanos. Consciente de ello, Montilla, a la americana, iba de lugar en lugar con un set compuesto por una pequeña tarima y un micrófono para improvisar en una plaza o una fábrica un discurso de apariencia espontánea. A los políticos solo les interesa la televisión, como medio y como remedio.
No hay un problema de desafección política: hay un desapego hacia las viejas formas de hacer política y el sistema de partidos concebidos como maquinarias de poder y organizaciones opacas. El problema es de discurso. Nuestra sociedad es mucho más democrática que hace treinta años, no solo porque tiene más criterio, sino también porque entiende que la competencia partidista tiene sus límites y que su propósito debe ser el acuerdo y la convivencia, el bien colectivo y el progreso de las personas y los pueblos. La maduración política se ha producido en el seno de la comunidad más que en los partidos que, por su sobreexposición mediática, reflejan, sobre todo en campaña, sus grandes defectos y su resistencia a la renovación estructural. La abstención y el desafecto hacia lo público, el desencanto, son partes de la inapelable réplica social.
La comunicación es un medio, no un remedio. Es un instrumento primordial en la gestión, pero no una técnica para disfrazar la verdad. Cuando Zapatero renovó su gobierno en octubre, lo hizo, según sus propias palabras, acuciado por un problema de comunicación. Creía que los ciudadanos no entendían sus medidas contra la crisis. Y nombró vicepresidente a Rubalcaba porque "comunica bien" e hizo ministro a Ramón Jáuregui porque "se explica a la perfección". Pero los votos de los catalanes han sancionado el final de la era socialista y el de la propia trayectoria del presidente español. También aquí el diagnóstico de López es que el rechazo general de su gobierno deriva de "defectos de comunicación", contra lo que ha dispuesto un poderoso dispositivo de propaganda. Sin embargo, su distancia respecto de las prioridades de los vascos se mantiene, porque persiste la razón que la motiva: el pacto PSE-PP. No se gana el liderazgo con bonitas palabras y vídeos ocurrentes. ¿De qué sirven los artilugios de Twitter, Facebook, los blogs y demás tecnologías de interrelación digital si se falla en lo más sencillo, escuchar y cumplir los deseos elementales de la gente?
Las campañas, más allá de sus representaciones y su crisis de definición, son indispensables. El mensaje recurrente de que deberían suprimirse es despótico. La frivolidad padecida en Cataluña es la peor solución para el déficit de credibilidad de los partidos. Las campañas expresan de algún modo la madurez de una democracia y sus objetivos, junto al incremento de la participación, son proyectar seguridad y confianza en la ciudadanía a partir de ideas renovadoras. Las tácticas del miedo o la presión son la antítesis de la libertad. Puedo afirmar que casi todas las campañas actuales contienen esa tara de temor resignado, condicionado por el discurso perverso del poder (y sus medios) de que hay espacios intocables y fronteras infranqueables.
Quiero decir que el peor defecto de las estrategias electorales es la ausencia de valentía, el miedo reverencial a remover el statu quo del sistema, el temor autoasignado a cambiar marcos sagrados pero obsoletos. El problema es que no se atreven a ofrecer novedades y se limitan a editar programas previsibles. Una campaña debe proponer la opción de ir más allá y superar las limitaciones. Que el Estado unitario no es inalterable. Ni eterna la monarquía. Y que el sistema financiero, causante directo de la debacle económica que sufren los pobres, exige una reforma total y no la vieja receta de su socialización. Hay que ilusionar. En definitiva, una campaña es pura pedagogía para la superación de los miedos que obstaculizan de facto el ejercicio de la libertad y la justicia. Esta fue la gran aportación de Obama: "Sí, podemos". Podemos más de lo que creemos. La osadía, sin merma de prudencia, es el alma de una campaña de éxito porque se dirige a lo esencial.
En Euskadi, junto a la valentía responsable, las campañas deberían asociarse al discurso de la unidad y el acuerdo. Hay un menú excesivo de siglas en el ámbito nacionalista; y hay también mucha tendencia al atrincheramiento en los proyectos vasco y español que conviven precariamente entre nosotros. Cuando más diálogo se ejerce, más confianza concede la gente. Lo bueno de las diferencias es que sirven para llegar a pactos dinámicos. Eusko Alkartasuna casi desaparece en 2009 al salir de la coalición con el PNV. No le echen los partidos la culpa a las campañas cuando pierdan: culpen más bien a su cobardía estratégica y a su soberbia frente a la unidad.