UNA de las cosas que más me gusta de viajar, en especial a lugares donde no hablo el idioma, es que las personas me parecen más inteligentes de lo que, seguramente, son en realidad. Me sucede así porque no entiendo lo que dicen. Charlas escuchadas en trenes y cafeterías que quizá versen sobre bolas de pelo escupidas por gatos o fugas en cañerías, a mí, en mi ignorancia de su contenido, me parecen el colmo de la sofisticación. La barrera lingüística cierra el paso al significado, pero también a los defectos de expresión, a los juicios apresurados, a los insultos gratuitos, a las generalizaciones aventuradas, a las fanfarronadas..., y lo segundo, a veces, compensa lo primero.

Uno de los consejos que se dan a cualquiera que aspire a escribir o, de un modo u otro, a contar historias, es que hay que espiar las conversaciones ajenas. El objetivo no es sólo captar ideas con potencial dramático, sino familiarizarse con la forma de hablar de la gente para reproducirla con naturalidad en los diálogos de los personajes. Lo malo es que la mayoría de las conversaciones espiadas son estériles en cuanto a su contenido y descorazonadoras en cuanto al modo de expresarlo. En general hablamos mal, muy mal. De ahí que los diálogos en las novelas, el cine, el teatro, por muy naturales que nos parezcan, nunca son realistas; son menos realistas que los dragones, las naves espaciales y los niños que en ocasiones ven muertos.

Pero es lógico que sea así, por mucho que nos duela. En el mundo real, la velocidad y el carácter improvisado de la conversación nos impiden ser todo lo precisos que podríamos ser y que nos gustaría ser. Y a pesar de todo, a veces nos encontramos con perlas improvisadas. Hace un par de días, en el Casco Viejo de Bilbao, una chica hablando por el móvil: "Eso que estás criticando es mi cara. La única que tengo. Me la regaló Dios cuando nací. ¿Tienes algún problema con Dios?".