Nos alojábamos en un escenario en el que Eros -que puede ser considerado como el deseo de ser dichoso- llevaba de la mano a Venus -la belleza, lo bello- y de la idea de belleza absoluta llegábamos a la correspondiente idea de Bien.

La Iglesia católica se mantenía tímidamente al margen de estos razonamientos platónicos (es decir, del amor como puente entre lo Bello y el Bien) y nos recordaba que no era oro todo lo que relucía. Y aunque insistía en que la sexualidad debía tener como finalidad exclusiva la procreación dentro del matrimonio, era evidente que esta normativa no era seguida a rajatabla. Es más, las relaciones prematrimoniales eran la tarjeta de presentación en sociedad utilizada por una mayoría de nuestras jóvenes parejas. Y los prelados miraban para otro sitio, siempre les encontrábamos mirando para otro sitio. Ni siquiera el hecho de que las bodas civiles aumentaran día a día en el Estado español -hasta ponerse por encima de las celebraciones religiosas-- parecía desalentar a la cúpula eclesial: simplemente miraban para otro lado.

La presencia del crucifijo en las aulas, los indisolubles lazos del sacramento del matrimonio, la ilegalización del aborto, la prohibición del preservativo, seguían siendo constantes requerimientos.

A estos se les había unido últimamente el de pedir perdón por los cientos y cientos de casos de pederastia protagonizados por sacerdotes de la Iglesia (en Estados Unidos, Bélgica, Alemania, Irlanda, Italia, etc.) que, tentados por el demonio de Eros que rondaba los muros de los lugares de culto y oración, habían sucumbido a sus cantos.

Pedir perdón a los afectados que vivían con sus trágicas secuelas -a algunos de ellos ya era imposible requerirles perdón- y a sus familiares, no excluyendo una indemnización a las víctimas.