Se nos brinda otra ocasión de oro para abordar el repetitivo, e inútil, debate sobre los perros, sus dueños, las víctimas y las consecuencias. Puede que tengamos la tentación de centrarnos demasiado en las denominadas razas peligrosas (que cabe extender a casi todas), ya que las derivaciones que provocan en sus iracundos, irracionales e improvisados ataques pueden conducir fácilmente a la muerte.
Muchos consideramos a estos animales como potenciales armas, que circulan libremente por nuestras calles, y sometidas al albur de su propia voluntad, lo que las convierte en más peligrosas que las pistolas. Pero alegar medidas racionales, cívicas y solidarias para su erradicación de nuestras urbes es como mentarle la segunda enmienda al presidente de la Asociación Nacional del Rifle Norteamericano.
Sí podemos decir que la administración se muestra demasiado pacata en sus obligaciones. Va siendo hora de ponerle freno a esa invasión de animales por nuestras calles, que sólo obedece a satisfacer un capricho envanecedor, y que es malo tanto para el propio ser vivo, por la indignidad mercantil a la que es sometido, como para la mayor parte de la sociedad, que tiene que sufrir las innumerables molestias que provoca su desarrollo instintivo en un entorno levantado para la vida humana moderna, destacando esa violencia irrefrenable que siempre les posee, y que arranca en las situaciones más inesperadas, con mayores o menores consecuencias.
A pesar del ruido mediático de este cruel ataque canino a una niña, todo seguirá inamovible; estas opiniones serán censuradas o tratadas inquisitivamente y esperaremos a la notificación de las próximas heridas o defunción infantil. Y todo seguirá así mientras basemos la relación del hombre con la naturaleza en base a la posesión y la prepotencia.