Íbamos a exposiciones de fotografía que exploraban sin complacencia el inconsciente del cuerpo femenino. Acudíamos a obras de teatro con títulos tan sugerentes como Los monólogos de la vagina o Una relación pornográfica en nuestros estudios universitarios realizábamos prácticas que relacionaban el tamaño de las tetas de una joven que hacía auto-stop con la posibilidad de que pararan más o menos coches con intención de recogerla.
Veíamos programas de televisión de amplia audiencia como Sex pópuli, en que nos ilustraban sobre las condiciones idóneas para practicar el sexo, centrándose cada programa en las peculiaridades de una determinada región española.
Leíamos las hojas de deportes de los grandes diarios en las que nos informaban de los últimos líos de faldas de futbolistas y golfistas, líos que últimamente habían acaparado grandes titulares. Nos distraían las series de verano de las revistas y dominicales en las que volvían a reescribir los secretos de alcoba de personajes masculinos de la política, del mundo del espectáculo, del mundo de las finanzas, su voracidad sexual, sus sobredosis de testosterona.
Éramos de los que se enganchaban a ver la reposición celebrada de Atracción fatal en una cadena de televisión, que llevó al éxito al director Adrian Lyne en 1987, capaz de conducir con gran pericia un caso espectacular de acoso femenino. Hojeábamos reportajes, llenos de fotografías, de los burdeles de Faridpur en los que más de la mitad del millar de prostitutas no llegan a los 16 años, a unos 140 km. al oeste de Dhaka, cruzando el gigantesco río Padma en el que desembocan el Brahmaputra y el Ganges.
Leíamos en la playa best-sellers como Esclavas del poder (un viaje estremecedor al corazón de la trata sexual de mujeres y niñas en el mundo), de la mexicana Lydia Cacho, que no nos sobrecogía tanto después de haber leído -muchos de nosotros- Asia, burdel del mundo, del bilbaíno Zigor Aldama.