El día de la final del Mundial alguien muy cercano a mí estuvo viendo el partido en un bar de Laudio del que es cliente habitual, junto a seis niños de 11 y12 años que iban a favor de Holanda, con tan mala fortuna que en otra tele de ese mismo local se encontraban 20 ó 25 forofos de la roja muy alterados que no dejaban de acosar al solitario seguidor naranja y sus pequeños acompañantes.

Al acabar el encuentro y ante la tensión que se respiraba decidió salir del bar con los chavales, pero los más exaltados les impidieron el paso llegando incluso a zarandear a uno de los niños en medio de toda clase de improperios.

Mi allegado se acercó a recriminar dicha actitud y en ese momento un energúmeno de ese colectivo le soltó un tremendo cabezazo en la cara. Los críos pudieron salir, pero él se quedó solo y aturdido, acorralado por el grupo; por suerte, el que parecía más sensato lo apartó de los más violentos y ya no hubo más agresiones.

El incidente se saldó con una fuerte contusión en el rostro, una hemorragia nasal y mucho dolor y molestias que no acaban de desaparecer.

Pero lo que de verdad le duele no es el golpe. Lo que más duele es haber sido víctima de una agresión salvaje y cobarde (todos contra uno), y sufrir la actitud miserable de unos convecinos allí presentes que fueron testigos de primera fila, y que en el juicio han tenido la desvergüenza de ocultar con sus mentiras un hecho tan deplorable.

Pues bien, aunque parezca increíble la víctima va a ser declarada culpable y condenada a pagar una indemnización a sus agresores. ¿Por qué? Por estar solo, por ser un simple ciudadano anónimo y por ir con la verdad por delante. Ellos no. Ellos son poderosos y lo saben. Y desde luego armas tienen de sobra. Mentir no debería resultar tan barato ni tan provechoso para los cobardes.