LA forma en que ha de ponerse fin al terrorismo de ETA es perfectamente opinable, y mientras unos creen que la solución debe ser negociada, para darle una rápida solución al desarme y para que el proceso de integración democrática de la izquierda abertzale sea ágil y sin fisuras, otros piensan que la simple mención de la palabra negociación ya constituyen una traición, y que lo único que cabe es una acción policial que, emulando el modelo de los héroes del western, los vayan cazando uno a uno, como ratas, hasta acabar con ellos.
Pero no seré yo quien niegue la posibilidad de que un demócrata intachable entienda que ha llegado la hora de dejarse de monsergas, elucubraciones y alternativas, y proclame su absoluto convencimiento de que la lucha contra el terrorismo sólo tiene un camino, y que por ese camino sólo pueden caminar policías y guardias civiles. Lo que no cabe olvidar es que las opiniones generan acciones y consecuencias, y que una vez emprendido un camino no siempre es posible volver a la encrucijada inicial. Y ahí es donde las opiniones de Jesús Eguiguren me parecen tiernamente cándidas y faltas de realismo.
La opinión sobre la lucha contra el terrorismo que en este momento se considera correcta es la de fiarlo todo a la vía policial y, como consecuencia de ella, al rudo remache de los jueces. Y para que esa opinión alcanzase ese estatus de absolutamente correcta y en modo alguno discutible, se ha creado un marco jurídico y un contexto de opinión que, tomando atajos ciertamente cuestionables, han generado el principio objetivo de que los entornos de ETA -que en el discurso político mayoritario es lo mismo que decir "todo el abertzalismo"- son identificables con ETA; que cualquier relación de ese mundo con las listas electorales las contamina e inhabilita hasta la cuarta generación, con independencia de que sobre el sujeto contaminante existan pruebas o acusaciones que pudiesen sustanciarse individualmente en un proceso penal con garantías; y que para poder discutir con una mínima probabilidad de éxito los efectos limitadores de derechos que tal tinglado jurídico produce, es necesario que los sujetos imputados abjuren de sus lenguajes y convicciones, para adherirse a la cosmovisión del Estado que devino dominante en la política española.
Así están las cosas. Y para ponerlas así fue necesario que sobre las propuestas del PP, único partido que tiene carta de controlador de lo que vale en tan sensible materia, se haya generado una opinión unificada e inamovible, una Ley de Partidos que consagra el principio de que la lucha contra el terror es más importante que la defensa radical de los principios democráticos, y una cultura procesal y judicial que antepone la eficacia policial a la protección de los derechos. Pero la factura final de este modelo precisó de la ayuda entusiasta y entregada del PSOE, que rectificando de forma vergonzante sus convicciones anteriores a la voladura de la T-4, aceptó parapetarse detrás de un discurso y de una pauta rígida de actuación que primero aborrecían y que finalmente abrazaron, con el entusiasmo propio de los conversos, sin más motivo que el de hacerse inmunes a los ataques del PP y a los errores que toda política activa puede generar.
Eso, señor Eguiguren, es lo que hay, o lo que, con la colaboración necesaria de su partido, está establecido. Y por eso nadie puede llevar a cabo, en términos objetivos y puramente legales, una conversación, o un simple tanteo, con los abertzales. Porque nadie puede saber si la Justicia va a considerar que se negocia con ETA o con simples políticos; porque nadie puede adivinar si un camino políticamente lógico para la legalización va a ser respetado, o duramente perseguido, por la Justicia; porque nadie puede decir que cualquier pronunciamiento de abandono de la violencia que sea creído por los políticos vaya a tener marchamo de prueba admisible ante los jueces; y porque bastaría una palabra mal dicha por cualquiera de los votantes de los batasunos para que todo el mundo desenvainase sus instrumentos de acción y montasen la de Dios es Cristo.
Opinar, lo que se dice opinar, podemos hacerlo, siempre que tengamos agallas para ello. Pero el camino de la negociación no está expedito, se encuentra lleno de graves trampas y celadas, y no tiene visos de progresar. La política antiterrorista ya no está en manos del Ejecutivo, y su verdadera factura depende sólo de la opinión pública interpretada de manera oportuna no ya por el Poder Judicial, sino por cada uno de los jueces que pase por allí. Y por eso hay que decir que cualquier propuesta de solución negociada, hecha desde el PP o desde el PSOE sólo puede surgir de la más tierna inocencia, desde el desconocimiento de la realidad, o desde la más pura melancolía.
Cuando el PSOE aún proponía formas negociadas alternativas a la política del PP, y cuando Alonso y Rubalcaba hacían bellos discursos sobre los derechos democráticos y la obligación de los gobiernos de explorar vías de pacificación directas y eficaces, las reflexiones de Eguiguren habrían tenido mucho sentido. Pero hecho lo hecho, con los cambios discursivos, y con la aceptación general de que la finura judicial y legislativa es la antesala de la traición y la tibieza, lo que acaba de decir Eguiguren no es más que la prueba del nueve del desconcierto que anida en las filas socialistas, y de la incapacidad que tienen algunas personas para medir las consecuencias de lo que han hecho y de la irreversibilidad muy previsible de ciertas chapuzas poco meditadas.
Y ya para terminar, hagámonos en voz alta una pregunta estúpida: ¿es justiciable la propuesta de Eguiguren? Yo no tengo ninguna duda de que no. Pero algunos jueces han actuado por menos; muchos políticos creen que debería intervenir el fiscal; y millones de ciudadanos piensan que estos despistes hay que acallarlos con mano dura y sin contemplaciones. Porque en todo esto nos hemos pasado tres pueblos, sin que nadie se ocupase de trazar un mapa clarito con el camino de vuelta.