¿De qué sirve ya el Estado?
Absorbidos el monopolio de la fuerza y el mercado nacional por estructuras supraestatales, ajustada la justicia a principios universales y delegadas las obligaciones sociales en un proceso de privatización, el Estado contemporáneo está hoy en tierra de nadie
PERO ¿qué es el Estado? En realidad, no es posible dar una definición única. El Estado, los Estados, son producto, o consecuencia, del propio desarrollo de la idea incluso antes que Thomas Hobbes teorizara con la creación de un orden artificial que regulara la compleja y desigual convivencia entre los hombres. Hay quien sitúa el nacimiento de los Estados modernos en la Paz de Westfalia que dio fin a la Guerra de los Treinta años en el siglo XVII, pero hacerlo sería limitar el concepto a su orden diplomático, es decir, al concierto entre naciones; cuando ya existía en ellas, aun embrionario, una suerte de Estado en el sentido en el que Max Weber lo definiría a principios del siglo XX: la atribución del monopolio de la fuerza legal dentro de un territorio. Es decir, el Estado ya estaba allí en cierta manera cuando se consideró que sustituía al orden feudal... porque ya existía también en éste -e incluso antes- un primer indicio de la renuncia a la libertad pura que esbozaría Jean Jacques Rousseau a través del contrato por el que el hombre se somete a unas reglas de convivencia a cambio de los beneficios que le concedía el intercambio social. Es decir, el Estado, como concepto filosófico, existe desde que el hombre opta por vivir en sociedad sea cual sea la forma que ésta adopte. Y está ahí siempre porque el hombre, al ceder el poder (incluso al renunciar a rebelarse al poder) únicamente pretende obtener un nivel de protección del que carece por sí mismo. Al Estado se le podría definir, por tanto y en su concepción más amplia, como el mecanismo o los mecanismos que cualquier sociedad crea y desarrolla para proteger a sus integrantes. Ahora bien, ¿qué sucede si el Estado llega a un punto en que no desarrolla esa labor?
Hasta este siglo XXI, la solución era la modificación del Estado. De hecho y desde el siglo XVI, el Estado ha conocido configuraciones diversas que van desde el absolutista al democrático, pasando por el modelo liberal, comunista, fascista... Y esa modificación se ha realizado bien por una evolución del existente, bien por la creación de nuevos Estados, bien por su integración en otro. Casi siempre con intervención de la fuerza. Sucede aún en este siglo en sociedades que aun se protegen de los enemigos considerados tradicionales y que, como aquella Europa del siglo XVII, están todavía en fase de superación de los sistemas feudales, tribales incluso. Pero también en potencias, como Rusia, en las que el Estado, pese a sus grandes carencias, es indispensable como fuerza cohercitiva ante la descomposición social interior. Sin embargo, pensemos en Europa. La desintegración del Bloque del Este, el final de las artificiosas estructuras estatales heredadas de aquel y la configuración de un gran ente supraestatal, la Unión Europea, junto a un alto grado de bienestar, la asunción -con todas las salvedades que se quieran- de principios esenciales de convivencia basados en el respeto a los Derechos Humanos, y la paulatina cesión del poder coercitivo de la fuerza a una organización internacional, la OTAN, han restado al Estado aquel cometido del que hablaba Weber. Ya no le pertenece, por mucho que las leyes nacionales así lo dispongan aún, el monopolio de la fuerza legal, cuyo empleo incluso en el orden interno está sujeto y depende de las redes internacionales.
Sin embargo, no es ése el único ámbito en el que aquel orden artificial con que Hobbes pretendía regular la convivencia ha sufrido una evolución que permite adivinar una tan profunda como necesaria remodelación de las actuales estructuras.
En el mundo desarrollado, el brutal despegue tecnológico de las tres últimas décadas no sólo ha creado nódulos de relación que superan a los propios Estados, sino que éstas han acabado por permitir un mayor acopio de poder a organizaciones y agentes económicos -multinacionales e instituciones internacionales como el FMI, el BCE o el Banco Mundial- que no sólo escapan al control efectivo de los Estados sino que han llegado incluso a controlar a éstos. Mientras todas ellas han servido para asegurar un nivel de desarrollo y un aumento del bienestar social o como avalistas de los Estados para lograr esos (y otros) fines, el contrato entre éstos últimos y sus ciudadanos mantenía al menos parte de su sentido. Pero una vez alcanzados los objetivos, el mundo desarrollado se ha topado con la paradoja de que el mercado sustituya al Estado. Hasta el último tercio del siglo XX, la formación de un Estado implicaba la de una economía estatal, de un mercado suficiente para consumir lo que el propio Estado producía, convirtiendo la viabilidad del mismo en un problema de tamaño que forzaba al Estado a crecer y a crear un modelo integrado de economía, de transporte... Ese modelo, sin embargo, está ya superado. El desarrollo de las nuevas tecnologías, de los nuevos modos de transporte, el propio desarrollismo exacerbado de la sociedad, ha creado un mercado global, tanto de productos como de recursos naturales, que obliga al Estado, a los Estados, a formar parte de estructuras superiores en las que se diluyen al ceder parte de su soberanía en aras a asegurarse la viabilidad económica. Parafraseando a Marx, "para salvar su bolsa, deben sacrificar su corona".
En definitiva, la seguridad y la economía, los dos pilares sobre los que históricamente se sujeta el Estado no sólo como estructura política contemporánea a partir de su creación física en el siglo XVII sino incluso como concepto filosófico, han pasado a depender de un ámbito superior, con lo que al sistema estatal únicamente le queda la gestión cada vez más limitada de los restos de su soberanía económica -lo que es más evidente en estos tiempos de crisis económica global y especialmente en España- y de su soberanía militar; cuestionada por sociedades que no ven su utilidad y al tiempo integrada en una organización que no depende ya del gobierno del Estado y quizás ni tan siquiera de un gobierno de gobiernos estatales. Incluso el otro servicio esencial del Estado en su contrato con los ciudadanos, la de impartir justicia, se subordina ya a las mismas a leyes de carácter internacional aunque sea únicamente en teoría (otra cosa es el respeto efectivo y el nivel de cumplimiento) mientras que otra serie de obligaciones, como la protección social, la sanidad, la educación... a las que el Estado se ha ido comprometiendo a través de su propio desarrollo han sido objeto de un proceso de delegación hacia manos privadas que alcanza ahora su punto culminante por cuanto los Estados parecen aprovechar la crisis global para deshacerse de esos otros compromisos ante la imposibilidad material de hacerles frente y la ya conocida sentencia de que "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades".
Y es en este punto en el que la pregunta del título cobra toda su dimensión. Si la seguridad y la economía no dependen del Estado, si la justicia se imparte (o se debería impartir) en virtud de principios válidos universalmente, si la protección social, la sanidad, la educación... pasan a manos privadas, ¿de qué sirve ya el Estado? La respuesta quizás la esté dando ya la propia vieja Europa. El Estado se ha quedado en tierra de nadie, a medio camino entre las administraciones que por cercanía comprenden mejor el entramado socio-cultural y los problemas de la ciudadanía y poseen una capacidad de actuación más inmediata, lo que conlleva una mejor gestión de los recursos y un mayor control de la misma por la sociedad, y esa gobernanza mundial, hasta cierto punto desconocida y aún por estructurar convenientemente, que se ha apropiado de las grandes funciones estatales en su necesidad de configurar un mercado globalizado y una quizás utópica seguridad universal. Flandes, Gales, Escocia, Catalunya, Euskadi, Córcega, Padania, Feroe, Bretaña... son sólo los primeros ejemplos.