LOS recortes sociales que José Luis Rodríguez Zapatero anunció el miércoles para paliar el déficit del Estado español, consecuencia de su incapacidad para diseñar y acometer políticas económicas frente a la crisis durante los dos últimos años, quizás sirvan -y es preciso resaltar el quizás- para detener momentáneamente la presión que la Unión Europea, o el eje franco-alemán, y Estados Unidos han ejercido en las últimas semanas sobre una economía española a punto de necesitar ser intervenida. Sin embargo, para dar momentáneamente por cerrado ese frente internacional, Zapatero opta, debido a la premura derivada de su dejadez anterior, por trasladar la factura del déficit macroeconómico a lo que los mismos socialistas definieron como los "problemas reales de la gente" y principalmente a dos sectores de población que suman doce millones de personas -tres millones de funcionarios y nueve millones de pensionistas- es decir, más de un tercio del actual censo electoral. En otras palabras, Zapatero no sólo ha desdicho todo su leit motiv político, sino que al hacerlo se ha amortizado a sí mismo o, si se prefiere, ha sacrificado la continuidad de su liderazgo a medio plazo y posiblemente a corto, antes de finalizar la actual legislatura. Ahora bien, esa inmolación política de Zapatero no surge del altruismo, sino de su propia elección entre la sociedad que le aupó al poder como reacción a la manipulación surgida de éste y los resortes de un sistema que se ha demostrado tan volátil como pervertido y capaz asimismo de manipular la realidad, en este caso económica. Y también tiene consecuencias. En primer lugar, elimina cualquier posibilidad en el de por sí enmarañado diálogo social, tal y como advierten los líderes de UGT y CC.OO., Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo, al anunciar una huelga general en el sector público; lo que imposibilita una reforma laboral que los empresarios consideran imprescindible y, por tanto, impide iniciar un cambio sustancial e imprescindible en las estructuras económicas del Estado español. En segundo término, ha abocado a su propio Gobierno a la inseguridad y las contradicciones, ya explícitas ayer, sobre la necesidad de completar las medidas anunciadas con una mayor presión fiscal sobre las rentas más altas y los beneficios financieros, que de llevarse a efecto produciría sin embargo la quiebra de confianza del capital que su apuesta por los recortes sociales pretendía mantener. Y finalmente plantea a los barones territoriales socialistas, como se demuestra en los difíciles equilibrios verbales del Gobierno de Patxi López y las advertencias a éste de Antonio Basagoiti, un inverosímil puzzle en el que deben encajar sus intereses y los de Moncloa; lo que agudiza el cuestionamiento interno. A Zapatero, en suma, sólo le mantiene, de momento, otro problema real: la incapacidad del PP para ser alternativa.