EL caso de Arene Sangroniz, la niña deriotarra de cinco años que padece ceroidolipofuscinosis infantil tardía, una enfermedad celular degenerativa sin cura conocida a consecuencia de la cual ya falleció a los seis años su hermano Kepa, ha sacado a la luz pública el drama y la extremadamente ardua y emotiva experiencia que supone para cualquier familia el diagnóstico a uno de sus miembros de alguna de las siete mil enfermedades de baja prevalencia, denominadas también enfermedades raras, que afectan a tres millones de personas en el mundo y a las que el hombre, pese a su desarrollo tecnológico, sigue sin encontrar origen y solución. Pero Arene, su enfermedad y el empeño de su familia y de quienes les conocen o han llegado a conocer su caso, también han conseguido levantar una ola de solidaridad que, con epicentro en Derio, atraviesa ya las fronteras para derribar las tan a menudo estúpidas barreras con que por un lado el desconocimiento y por otro la burocracia y la exacerbación de las normas impiden en muchas ocasiones poner en práctica lo que el sentido común considera evidente y hasta imprescindible. El propio hospital de la Presbyterian Cornell University de Nueva York parece haberlo entendido así al establecer ayer un primer contacto con la familia Sangroniz después de que, inicialmente, se pusiera en duda la inclusión de Arene en un programa experimental para tratar su enfermedad por el simple hecho de no ser estadounidense, aun cuando el número de afectados por la ceroidolipofuscinosis contabilizados en todo el mundo apenas llega a los trescientos. Y dentro de esa marea de solidaridad, que se inició en el entorno más próximo a la familia pero que ya ha llegado a Estados Unidos y Latinoamérica, es preciso reconocer tanto el papel de las nuevas redes sociales, capaces de globalizar situaciones que apenas hace una década difícilmente atravesaban el ámbito de lo cercano, como el de dos actividades que, en tantas ocasiones, han venido siendo denostadas o, cuando menos, incomprendidas: la de los medios de comunicación y su a veces olvidados compromiso y labor social y la que efectúan, a menudo calladamente y sin la notoriedad pública que se les achaca, los representantes políticos. Porque ha sido esa responsabilidad de los medios para con la sociedad, que DEIA ha tratado de cumplir también en este caso desde que diera a conocer la historia de Arene el pasado febrero, y la labor desinteresada de los representantes políticos y diplomáticos, tanto en Euskadi como en Madrid o en Estados Unidos desde que se hizo pública la situación de los Sangroniz, las que han abierto siquiera una ventana a la esperanza para que Arene pueda ser tratada en Nueva York y llegue a gozar, si es posible, de una mayor calidad de vida.