EL fallecimiento de Tolo Calafat en el descenso del Annapurna ha vuelto a desatar la polémica sobre el camino, o la carrera, hacia el éxito deportivo -y por tanto social y económico- que ha tomado el alpinismo de élite y más concretamente el himalayismo en la última década, carrera en la que los medios de comunicación también debemos arrogarnos nuestra parte alicuota de culpa, y que ha implicado la asunción en la montaña de riesgos inherentes tanto a la generalización del acceso a las grandes cimas, únicamente vedado a quienes no disponen de posibilidades económicas o patrocinio, como a la presión, propia y ajena, de quienes se embarcan en el históricamente arduo desafío de doblegar a la naturaleza. Se ha dado, en realidad y no sólo en las grandes expediciones al Himalaya sino incluso en montes más cercanos, una especie de banalización de la montaña, de sus peligros, en virtud de los adelantos tecnológicos y técnicos, así como de los apoyos exteriores, que curiosamente y lejos de dotar de una mayor seguridad al alpinismo han llevado a elevar los límites del riesgo hasta difuminarlos. Una banalización que llega, por ejemplo, al extremo de publicitar la próxima expedición al Everest de un chaval de 13 años que se convertiría en la persona más joven en hollar la cima más alta del planeta. La muerte en los últimos diez años en las cordilleras del Himalaya, Karakorum o Hindu Kush de nada menos que veintitrés alpinistas del Estado, diez de ellos vascos, no hace sino ratificarlo. Y que diez de esos accidentes se hayan producido en pleno descenso, una vez alcanzada la cima, confirman que los propios protagonistas de las ascensiones llegan a confundir la frontera que separa el éxito y la seguridad, forzando la segunda hasta el extremo por conseguir el primero. En otras palabras, no es la montaña la que ha cambiado, sino la actitud hacia ella, el modo en que se afronta, así como la afluencia a la misma incluso a niveles que hasta hace bien poco estaban vetados a cualquiera que no fuese un verdadero y experimentado especialista. El espectáculo de estos últimos días en el campo base del Annapurna, con un sinfín de expediciones esperando para intentar coronar no cualquier cumbre sino la más peligrosa del Himalaya, con 63 muertes en 157 ascensiones y una peligrosidad del 40%, así lo atestigua. Dicha banalización, quizás y hasta cierto punto lógica consecuencia de la superación de sucesivos retos, ha llevado además al alpinismo de élite a plantearse el himalayismo -o las grandes cimas- como un más difícil todavía en el que prima el aspecto competitivo, lo que supone, por un lado, la formación de expediciones con el único común denominador del logro de la cima y, por otro y en consecuencia, la relativización de la tradicional solidaridad intergrupal, tan imprescindible cuando la montaña decide rebelarse.
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