ANTES de reflexionar sobre las conversaciones y acuerdos para reducir las armas nucleares en el mundo y para controlar los materiales radiactivos, evitando que caigan en malas manos, habría que tener en cuenta algunos datos.

En primer lugar, no hay que suponer que ahora estén en buenas manos. Incluso los gobiernos occidentales y democráticos han demostrado que pueden tener la tentación y la determinación de usarlas. Por ello hay que recordar los orígenes de la tecnología atómica. En 1939, Albert Einstein, premio Nobel de Física en 1921, escribió al presidente norteamericano Roosevelt advirtiéndole que la Alemania nazi estaba muy avanzada en el desarrollo de la tecnología nuclear, que probablemente permitiría crear bombas con una capacidad destructiva sin precedentes. Ese mismo año, el gobierno norteamericano decidió iniciar la construcción del arma atómica. Diversos físicos alemanes, encabezados por Robert Oppenheimer, emigraron a Estados Unidos y contribuyeron decisivamente a que el Proyecto Manhattan lograse la bomba nuclear. A medida que los ensayos avanzaban, el mismo Einstein, asustado por sus resultados, trató de convencer a Roosevelt para que detuviera el programa nuclear, pero fue en vano. Años después, en una carta a un colega japonés, confesaría que, de haberlo sabido antes, nunca habría escrito aquella carta al presidente estadounidense.

El 6 de agosto de 1945 el Ejército norteamericano usó por primera vez un arma atómica al bombardear la ciudad japonesa de Hiroshima. Las autoridades japonesas estimaron que el 69% de los edificios quedaron completamente destruidos. En el centro de la explosión se alcanzó una temperatura de un millón de grados. Hubo cientos de personas que literalmente fueron volatilizadas. Algunas fotografías muestran la sombra de las personas desaparecidas, que todavía hoy nos asombran y aterrorizan. Todo quedó inmediatamente carbonizado en kilómetros a la redonda. El impacto de la explosión fue tan brutal y el hongo nuclear tan gigantesco que el copiloto del Enola Gay, el avión usado para su lanzamiento, no pudo evitar decir: "Dios mío, ¿qué hemos hecho?". Varias horas más tarde, el humo negro podía verse desde 160 kilómetros de distancia.

Tres días después, el 9 de agosto, Estados Unidos lanzó una segunda bomba sobre Nagasaki. Nadie sabe cuántas personas murieron en ambas masacres. Se estima que entre 140.000 y 200.000 murieron en Hiroshima y alrededor de 80.000 en Nagasaki, contando quienes murieron directamente o a lo largo del tiempo por las heridas y los efectos de la radiación, incluyendo diversos tipos de cáncer y leucemia.

Hay, además, indicios de que el Ejército norteamericano pudo haber hecho explotar una tercera bomba atómica en Irak el 27 de febrero de 1991, último día de la invasión. El Pentágono no ha respondido a la acusación ni ha facilitado información al respecto, pero los sismógrafos de la zona sí detectaron una onda sísmica que podría encajar con una explosión atómica.

Todos estos datos nos enseñan que los gobiernos occidentales y democráticos tampoco suponen una garantía de que el arsenal atómico no será usado. ¿Qué pasaría si Le Pen llega al poder en Francia? ¿O si otro neocon fundamentalista preside EE.UU.? La única garantía es que no haya armas nucleares. El influyente New York Times preguntaba hace unos días: "Si la guerra fría ya había terminado, ¿para qué tanto arsenal nuclear?". La pregunta puede mejorarse: ¿para qué son necesarias las armas nucleares?

La tecnología nuclear tiene aplicaciones civiles y militares, aunque a veces sea difícil diferenciar sus procesos de investigación y producción, pero las armas atómicas sólo sirven para emplearlas o amenazar con hacerlo. En otras palabras, para la muerte o el chantaje.

Este debe ser el punto de partida para analizar el reciente acuerdo ruso-norteamericano para la reducción de sus respectivos armamentos atómicos. Se trata de un paso, sí, pero tan insuficiente que provoca estupor y pena. Los Estados Mayores siguen con sus lógicas heredadas de la guerra fría, las inercias burocráticas y diplomáticas muestran que son incapaces de evolucionar y adaptarse a nuevos retos y amenazas, así como de obedecer al mandato ciudadano, casi unánimemente contrario al armamento atómico. Si los bombardeos de Gernika y Durango fueron auténticas conmociones sociales que aún hoy lastran nuestra memoria colectiva por la matanza de civiles desarmados, podemos imaginarnos lo que Hiroshima y Nagasaki han supuesto para el pueblo japonés.

Pero los gobiernos, democráticos o no, han seguido creando, mejorando y probando nuevas armas atómicas: Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China... También han adquirido esta tecnología Israel, India, Pakistán, Corea del Norte... y probablemente España. Nadie habla de ello, pero España, como otros estados desarrollados, tiene acceso a dicha tecnología.

El presidente Lula lo ha expresado con mucha claridad al señalar que el acuerdo entre rusos y norteamericanos es insuficiente y que no cuenten con Brasil hasta que no muestren un compromiso de reducir en serio sus arsenales atómicos. Eliminar el material obsoleto y decir que se reduce el arsenal, mientras se siguen desarrollando bombas nuevas y más potentes, es un sarcasmo.

Puede entenderse que EE.UU., como otros países, tema el uso que puedan hacer de las armas nucleares gobiernos como el iraní. Es cierto que podría suponer una amenaza a la seguridad mundial. Pero tampoco debería olvidarse que, hasta la fecha, el único país que ha usado armas atómicas sobre la población ha sido precisamente Estados Unidos. Es imprescindible que las fotos del holocausto en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki se mantengan en la memoria colectiva mundial. No debemos acostumbrarnos a ese horror, ni olvidarlo, porque será el mejor modo de no repetirlo. Y por eso resulta inaceptable el escuálido recorte de bombas atómicas. ¿De qué sirve poder destruir el planeta quince veces en vez de cien? Es simplemente estúpido.

Una última reflexión. Es triste que un gobierno absolutamente atroz para su pueblo como el norcoreano haya dejado de ser amenazado directamente en cuanto ha logrado tener la bomba atómica. El mensaje que se está enviando al mundo es muy peligroso: logre usted el arma atómica y será respetado, incluso por los más poderosos. Si pasa a ser una potencia nuclear dará igual que usted oprima a su pueblo. ¿Cómo no entender entonces el empeño de Irán en tener este arma? Lo extraño es que no la persigan más Estados.

* Profesor de Relaciones Internacionales UPV/EHU