EL desarrollo de los acontecimientos en torno al secuestro del atunero vasco Alakrana ha ido marcando dos líneas ascendentes desde el día en que los piratas asaltaron el buque: una, la de la tensión, la incertidumbre y la angustia de las familias de los arrantzales apresados; la otra, la que marca en rojo el nivel de despropósito de la gestión del Gobierno español en esta grave crisis. Atenuar los efectos de esa primera línea, la que toca al problema humano, es harto difícil, pero no suele resultar un mal bálsamo el comprobar que los poderes públicos están realizando todo lo posible para conseguir un desenlace feliz. En este caso, sin embargo, lo que podría ser un bálsamo se ha convertido en un agravante de la situación de los secuestrados y de sus allegados. Empezando por lo más básico, los familiares se han quejado reiteradamente, y ayer mismo volvían a hacerlo, de la falta de cercanía mostrada por los gobiernos español y vasco. Un responsable público debe prestar la máxima atención a quienes padecen una situación dolorosa y debe hacerlo por exigencia humanitaria, y no por cálculo político, con la mirada puesta en los medios de comunicación. Pero ése sería el mal menor de la actuación de los poderes públicos asentados en Madrid y Lakua. Lo verdaderamente grave ha sido, y sigue siendo, el cúmulo de despropósitos políticos y judiciales cosechado. Despropósito es, de entrada, haber hecho oídos sordos durante años a las reiteradas advertencias de los atuneros y de los partidos de la oposición en Madrid (y ahora también en Gasteiz) sobre el peligro latente; despropósito es, y ahora se pueden percatar del verdadero alcance de aquella acción, que la Armada española arreste a dos de los supuestos secuestradores en una operación que nada tenía que ver con un intento de liberar a los rehenes (operación vendida, eso sí, a bombo y platillo como una gran hazaña bélica); despropósito también la actuación del juez Baltasar Garzón, ordenando llevar a los arrestados a la Audiencia Nacional, sin ningún tipo de coordinación (¿o sí?) entre los poderes de un Estado que da ya la imagen a nivel internacional de ser el Ejército de Pancho Villa; despropósito por empecinarse en la opción de los guardas privados en lugar de los militares, pese a ser esta última una solución más segura y barata; despropósito, en fin, por la cascada de declaraciones desafortunadas y carentes de tacto alguno, como las de Pilar Unzalu hablando de la "utilización política de las familias" o las de Fernández de la Vega resaltando que los arrantzales saben de "los riesgos que corren al faenar en el Índico", por citar sólo dos ejemplos. A la vista de este cruce de brazos por parte de las autoridades españolas, a los arrantzales, a sus familias, a los armadores y a la sociedad en general no les queda otra opción que cruzar los dedos y esperar que, al final, no ocurra una desgracia irreparable.
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