9.02 de la mañana. 19 de abril de 1995. Oklahoma City. Un brutal estruendo sacude el edificio federal Alfred P. Murrah, viniéndose abajo un tercio de su estructura. Entre los escombros, más de 600 personas, de las que 168 no conseguirán sobrevivir. Casi dos horas después, es detenido un joven por conducir sin matrícula. Su nombre, Timothy McVeigh, pasaba a la historia de los Estados Unidos como el perpetrador del mayor atentado en territorio norteamericano de la historia hasta el 11-S.
Aquel 19 de abril la potencial amenaza del extremismo radical se hizo realidad para los Estados Unidos. Una silenciosa fuerza que engloba a todo tipo de extremistas y radicales: separatistas y supremacistas blancos, neonazis, libertarios antigobierno, secesionistas de ciertos estados…, junto a todo tipo de antisistemas de ideología ultraderechista. Un ejército oculto de extremismo y odio que, según algunas fuentes, se organiza actualmente en 92 milicias fuertemente armadas y en casi 500 grupos de distintas ideologías que comparten en común el odio al gobierno federal. Unos grupos que no han hecho más que crecer desde la radicalización del Partido Republicano a manos de Donald Trump y que tuvo su máxima exposición pública en la toma del Capitolio el 6 de enero de 2021.
El 30 aniversario del atentado de Oklahoma parece haber vuelto a poner el foco en esta amenaza. El reciente film The Order, que relata la campaña terrorista de un grupo supremacista en los años 80, junto a otras películas y documentales sobre Timothy Mc Veigh y el atentado de Oklahoma, alertan sobre lo que subyace en esta subcultura de odio hacia el sistema y a la América multicultural. Una fuerza oculta que va más allá de las ideologías de odio y racismo, entroncando en pilares de la cultura americana como la libertad de tenencia de armas, el libertarismo extremo y en sucesos históricos como los declives industrial y de la América rural.
Si queremos conocer la esencia del fenómeno, Timothy McVeigh es el candidato ideal a estudiar, más allá de su brutal atentado en Oklahoma. Su historia ejemplifica el prototipo del extremismo y el odio organizados. De ascendencia irlandesa, su familia llegó a los Estos Unidos huyendo de la Gran Hambruna, para acabar trabajando en la industria del motor de Nueva York. Su infancia se vería marcada por el bullying y el divorcio de sus padres, convirtiéndose la pasión por las armas, transmitida por su abuelo, en el único consuelo de un joven McVeigh sin rumbo fijo en la vida.
El mundo laboral también dio la espalda a aquel joven neoyorquino que, años después, se convertiría en un asesino de masas. Debido a la deslocalización económica que empezó en los 80, McVeigh no seguiría la tradición familiar de su abuelo y padre como trabajador de Radiadores Harrison. De ahí que el ejército se convirtiese en su refugio y en el proyecto al que dedicar su vida. Pero la milicia se convirtió también en un lugar de radicalización al entrar en contacto con el supremacismo blanco.
Sus dotes para el uso de armas parecían asegurarle una futura brillante carrera militar. Algo que se confirmó durante su participación en la guerra del Golfo, donde logró dos medallas como tirador de torreta de un vehículo blindado Bradley; lo que le condujo a intentar formar parte de los Boinas Verdes. McVeigh parecía destinado, por fin, a encontrar su lugar en el mundo, pero el fracaso en las pruebas psicológicas truncó su carrera. Algo que no superó y le llevó fuera del ejército y a un camino cuesta abajo hacia el extremismo y el radicalismo más violentos.
Como expresa el periodista Jeffrey Toobin, en su libro Homegrown, una de las mejores radiografías de Timothy McVeigh y del ascenso de la extrema derecha americana desde el atentado de Oklahoma, McVeigh refleja ejemplarmente al miembro de la extrema derecha americana. Por lo general, los miembros de estos grupos son individuos que no obtienen seguridad ni económica, ni vital, ni emocional; ni en las políticas sociales del estado, ni en el mercado laboral, ni en la vida familiar. Son desadaptados incapaces de afirmarse en una sociedad en el que el individualismo, la competitividad, la deslocalización económica, los rápidos cambios culturales y la falta de políticas sociales dejan a muchos individuos fuera del sueño americano. Este vacío lo llenan con un amor ilimitado por las armas, con un odio total al estado y las élites políticas y con una posición victimista frente a las minorías negras y latinas. Todo mezclado con distintos aderezos neonazis, libertarios o supremacistas y plasmado en relatos como los Diarios de Turner, auténtico libro de iniciación en el odio y el extremismo para los nuevos adeptos.
Este fue el camino de Timothy McVeigh tras su fracaso militar. Encontrando, además, en el asedio al libertario Randy Weaver en Ruby Ridge y en el trágico asalto a los davidianos de Waco, junto a la prohibición de la adquisición de armas de asalto de Bill Clinton, la constatación de toda la paranoia extremista de la que se había alimentado. Había llegado la hora de hacer algo y tomar cartas en el asunto. Había que hacer una segunda revolución norteamericana.
Siguiendo al protagonista de los Diarios de Turner, McVeigh planeó un atentado contra un edificio federal con el fin de llamar a todos los extremistas norteamericanos a una nueva revolución que hiciese nacer un nuevo Estados Unidos. Junto a su amigo del ejército Terry Nichols preparó una bomba de dos toneladas con fertilizantes y gasolina de carreras. El objetivo, el edificio federal Murrah de Oklahoma City. El resultado, la mayor matanza de terrorismo doméstico de la historia de los Estados Unidos.
El extremismo no ha muerto
Más allá de la tragedia que significó el atentado de Oklahoma para sus víctimas, lo más aterrador radica en que ese extremismo no ha muerto tras la matanza. Es más, está en claro ascenso desde hace varios años. Dos son los factores claves para entenderlo. El primero, los conflictos militares que sufre el país. Como algunos expertos apuntan, es en los momentos en los que el país se embarca en una guerra en el exterior cuando resurgen las milicias de extrema derecha. Fue después de la guerra de Vietnam, cuando las milicias extremistas se difundieron por todo el país, más allá de los grupos supremacistas del sur.
El propio McVeigh formó parte de la ola de veteranos de la primera guerra de Irak que se radicalizó tras aquella experiencia. El auge de las actuales milicias, su aumento de efectivos y su capacidad organizativa, tiene relación directa con el gran número de veteranos que han surgido de la segunda guerra de Irak y de Afganistán de los años recientes. Algo que no afecta solo a las milicias, sino que ha hecho saltar las alarmas en el propio ejército norteamericano, donde cada vez es mayor el número de soldados, incluso en activo, que ingresan en las distintas organizaciones paramilitares de extrema derecha a lo largo del país.
Efervescencia del radicalismo
Pero quizás la segunda clave sea la más importante para entender la actual efervescencia del extremismo armado. El fenómeno Trump, más allá de conducir a la presidencia norteamericana a un presidente populista, ha movilizado fuerzas más poderosas de las que se ven a primera vista. Como explica Robert Kagan en su libro Rebellion, Trump ejemplifica la eterna lucha dentro del Partido Republicano entre el liberalismo y las fuerzas populistas antiliberales del país. La radicalización que ha sufrido el Gran Viejo Partido viene ya de lejos, desde los años 80 y el extremismo de Newt Gingrich. Este radicalizó a la élite política republicana y fue el Tea Party, ya en el siglo XXI, el que hizo lo propio con las bases republicanas. Dentro de esa estrategia de radicalización, la normalización de la históricamente conocida como Derecha Alternativa, tradicionalmente repudiada por los republicanos conservadores, ha significado la aceptación de las viejas marcas más extremistas que el republicanismo había marginado.
En el seno de esta Derecha Alternativa se encuentra toda la amalgama ideológica que alimenta el extremismo político de derechas en Estados Unidos. Supremacistas y separatista blancos, neonazis de todo pelo, naciones arias variadas, nostálgicos del Ku Klux Klan, libertarios extremos, individualistas antigubernamentales, preparacionistas de un futuro colapso civilizacional…, todos bajo el barniz de la defensa de la segunda enmienda y de la glorificación del derecho a portar armas que esto supone; junto al odio a las instituciones federales, sobre todo, cuando es el Partido Demócrata quien gobierna.
La polarización del país, la estrategia que los asesores de Trump han utilizado para llevar al neoyorquino a la Casa Blanca, ha normalizado a estos grupos, que han sido el ariete ideológico usado contra el Partido Demócrata. Jamás en la historia del país los discursos de odio de la extrema derecha han ocupado un lugar tan preponderante en los medios públicos y nunca la derecha radical ha realizado acciones como las que condujeron al atropello de Charlottesville o los planes para secuestrar a la gobernadora de Michigan.
En todo caso, fue el 6 de enero de 2021 cuando el discurso de odio del extremismo estuvo muy cerca de llevar al país a un punto de no retorno. El asalto al Capitolio fue la metáfora de hasta dónde había llegado el poder del extremismo radical derechista en los Estados Unidos y hasta dónde podía llegar en sus consecuencias. Las imágenes de miembros de los Proud Boys liderando el asalto, la violencia contra las fuerzas del orden y los lemas con la fecha de 1776 y los gritos de “Somos los verdaderos patriotas”; hicieron temer que aquel asalto pudiese lograr lo que Timothy McVeigh no consiguió con su matanza, llevar al país a una guerra civil. Algo de lo que seguramente el propio Trump se dio cuenta al ver que aquello escapaba todo control posible.
Hace 30 años, Oklahoma City fue el testigo del odio extremista que ponzoña los Estados Unidos y demostró cómo un único individuo puede llevar ese odio a una barbaridad inimaginable. McVeigh fue ejecutado por inyección letal, pero su mensaje no ha muerto. Jamás se arrepintió. Murió esperando la insurrección que acabase con la tiranía del gobierno de Washington. 30 años después, ese odio parece haber sido clave para la victoria aplastante de Donald Trump. Habrá que ver si el presidente es capaz de mantener a raya las fuerzas que ha conjurado. Mientras, las imágenes del edificio Murrah devastado seguirán estremeciendo a los norteamericanos y, por desgracia, el fantasma de Timothy McVeigh, los seguirá acechando.