El Palacio Foral cumple 125 años. Zorionak bizkaitarrok!
Alcalde de Bilbao y con posterioridad presidente de la Diputación, Pablo de Alzola y Minondo fue el principal impulsor del Palacio Foral. Su apuesta: convertir a Bilbao en una metrópoli ordenada, abierta al progreso y al comercio. El inmueble fue pagado al contado, un símbolo de la nueva Bizkaia industrial, moderna y con poder institucional
Bilbao, 1900. En la mañana del 31 de julio, festividad de san Ignacio, patrón de Bizkaia, una comitiva de diputados forales atravesaba solemne el puente del Arenal. Dejaban atrás su modesta sede en la Plaza Nueva para dirigirse por primera vez al nuevo Palacio de la Diputación en la Gran Vía. El acto, cargado de simbolismo, inauguraba algo más que un edificio: sellaba una reconciliación histórica entre el Señorío y la Villa de Bilbao.
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Durante siglos, las relaciones entre Bilbao y la Diputación fueron, cuando menos, incómodas. A menudo marcadas por la desconfianza y la competencia, la ciudad portuaria miraba con recelo cualquier atisbo de poder centralizado. Por su parte, la Diputación, sin ingresos estables ni potestad impositiva efectiva, carecía incluso de una sede en propiedad. Sus oficinas en Bilbao se repartían entre pisos alquilados y archivos improvisados, como aquel guardado en la iglesia de san Nicolás. Su último refugio institucional antes del traslado a su primera sede en propiedad en la Plaza Nueva fue un piso en Artekale nº1, en plena Ribera bilbaína.
En la Plaza Nueva -en el edificio donde hoy se encuentra Euskaltzaindia- trabajaron durante medio siglo los diputados, con estrecheces e incomodidades, compartiendo espacio con el archivo y la Secretaría, a menudo alquilando viviendas contiguas y derribando tabiques para ganar unos metros.
Las minas de hierro, una vía de tren y un sueño de piedra
El cambio comenzó con la transformación económica de Bizkaia a partir de 1876. La eclosión de la exportación minera en los montes de Triano y el auge siderúrgico convirtieron el hierro en el nuevo oro del territorio. La Diputación supo aprovechar la coyuntura: puso en marcha su primer gran proyecto empresarial -el ferrocarril de Triano- que conectaba las minas con los cargaderos de Sestao. Entre 1876 y 1891, transportó 18 millones de toneladas de mineral y generó más de un millón de pesetas anuales de beneficio.
Ese tren de hierro financió, literalmente, el Palacio Foral. Las arcas públicas, desbordadas de ingresos por primera vez en su historia, compraron un solar en el naciente Ensanche bilbaíno, en plena Gran Vía, y encargaron el edificio a la altura de su ambición. Su coste: tres millones de pesetas. Fue pagado al contado, sin hipotecas, un símbolo de la nueva Bizkaia industrial, moderna y con poder institucional.
Pablo de Alzola, el ingeniero que soñó el Bilbao moderno
Detrás de este giro estaba la figura del donostiarra Pablo de Alzola y Minondo, ingeniero de caminos, liberal fuerista y alcalde de Bilbao en 1877. Hombre de visión urbanística clara, había participado el año anterior en la elaboración del Plan del Ensanche junto a Severino Achúcarro y Ernesto Hoffmeyer. Su apuesta: convertir a Bilbao en una metrópoli ordenada, abierta al progreso y al comercio.
Como presidente de la Diputación a partir de 1887, fue el principal impulsor del Palacio Foral. Su visión era tan política como simbólica: abandonar el incómodo Bilbao sietecallero para instalar la sede foral en el corazón del nuevo Bilbao, el de la Gran Vía, el de las futuras élites financieras e industriales y la clase media ascendente.
El concurso de las metáforas patrióticas
Aunque Alzola quería contar con los mejores arquitectos de Europa para elaborar el proyecto del nuevo Palacio, en 1890 la Diputación convocó un concurso anónimo para el proyecto arquitectónico, restringido solo a arquitectos españoles. Llegaron 21 propuestas, muchas bajo lemas como Begoña, Aurrera, Aitor, Guernica, Jaun Zuria o Euskaldun-Bat, este último del innovador Alberto de Palacio, que estaba empezando a construir el Puente Transbordador en Portugalete aquel mismo año.
Aunque inicialmente el jurado quiso declarar el concurso desierto, finalmente eligieron el proyecto Burnia (Hierro), firmado por el arquitecto donostiarra Luis Aladrén. No fue del todo una sorpresa: en su Memoria había mencionado como referencia el Palacio de la Diputación de Gipuzkoa y el Gran Casino de Donostia, dos de sus obras más recientes.
Un palacio sin plaza, pero con ambición
El encargo no era sencillo. El solar, encajado entre calles estrechas y sin una plaza frontal, dificultaba el efecto monumental deseado. Aun así, Aladrén aceptó el desafío. Su Memoria se centró en aspectos funcionales y estructurales, dejando que los dibujos hablaran por sí solos del estilo: un eclecticismo lujoso y recargado, de clara inspiración renacentista francesa, con ecos del Hôtel de Ville de París que él mismo había visto reconstruir en los años en los que residía en la capital de Francia.
Columnas, frontones, piedra almohadillada, bronces, mármoles, carpinterías labradas con mimo y techos pintados por artistas vascos... todo estaba pensado para proyectar poder, riqueza y prosperidad. Miguel de Unamuno, en su etapa socialista más crítica, lo describió como “una pesada y presuntuosa mole”. Pero para muchos vizcaínos era la cristalización de un sueño institucional largamente postergado.
Una vidriera como alegoría de Bizkaia
Entre los espacios interiores, destaca la gran escalinata iluminada por la vidriera de Anselmo de Guinea, titulada Alegoría de Bizkaia. Diseñada siguiendo las instrucciones precisas de una comisión en la que participaron Aladrén, Labayru y Carmelo Echegaray, representa a una mujer descendiendo de la Tribuna Juradera bajo el Árbol de Gernika, enmarcada por paisajes rurales y fábricas humeantes, caseríos y trenes, religiosidad y tecnología.
Recientemente, un boceto original de esta vidriera apareció en un mercadillo de Barcelona, recordando que el arte institucional también tiene sus azares y olvidos.
Una sede multifuncional al servicio del territorio
Más allá de su magnificencia, el Palacio respondía a funciones muy concretas. En 1900, su sótano albergaba la Imprenta Provincial y su planta baja servía a la recluta de quintos para el servicio militar. La entrada principal estaba protegida por un porche para carruajes tirados por caballos. Todavía faltaban dos años para que se matricularan los primeros coches a motor de Bilbao.
La planta noble, con sus salones de gala y despachos de presidencia, incluía también la sala de sesiones y el despacho de la Comisión Permanente, que acogió, décadas después, al primer Gobierno de Euzkadi presidido por José Antonio Aguirre.
En la segunda planta, las amplias oficinas del Ferrocarril de Triano se situaban en la esquina de Astarloa, mientras que el Archivo Foral, siempre escaso de espacio, ocupaba toda la parte trasera. Incluso había una entreplanta casi secreta, con las habitaciones familiares del secretario -el único funcionario con plaza fija- y los dormitorios de los miñones, el cuerpo de Policía foral.
Una inauguración entre vivas fueristas y protestas municipales
El 31 de julio de 1900, la inauguración oficial congregó a delegaciones de las diputaciones de Gipuzkoa, Araba y Navarra. Aunque los frescos artísticos aún no estaban pintados y los obreros acababan de superar varias huelgas, el banquete en el Salón de Recepciones fue un festín político. Se brindó por Euskaria, se gritó Vivan los Fueros y Gora Laurak Bat y se evitó invitar a los alcaldes vizcaínos, lo que generó amargas protestas. Tampoco hubo representación obrera, y el semanario La Lucha de Clases, en el que escribía Unamuno, denunció la marginación de quienes realmente construyeron el edificio.
Incluso se prohibió cantar al orfeón nacionalista Laurak Bat, lo que no impidió que la jornada terminara con música, champán y la promesa de continuar la celebración en Gernika al día siguiente, bajo el Árbol que simbolizaba los viejos Fueros, cantando todos juntos el himno de Iparraguirre.