Muchos muertos. Por la orilla del Nalón pasan, sin cesar, muchos mulos cargados de cadáveres de gudaris. Otros llevan muchos heridos. En un recodo de la carretera hay un puesto médico y cortan los pantalones y las mangas a los heridos con tijeras para poder curarlos; después los meten en ambulancias”–. José Estornés Lasa, oficial de enlace de la 2ª Brigada relataba así lo que recordaba. Estas y no otras eran las consecuencias de la escueta respuesta que Estornés había recibido de Ciutat al mensaje de Cándido –“Dígale a Saseta que cumpla sus órdenes”–.

La mañana del 23 de febrero, cuando Saseta llega a Areces, la situación es desesperada. Reciben fuego de artillería y de mortero. Saseta solicita apoyo de la aviación y de un batallón de la reserva para contraatacar por los flancos y aliviar la presión sobre el enclave. Pero no llegarían a tiempo, ya era demasiado tarde. Tras el fuego de artillería, las tropas regulares avanzan sobre ellos con apoyo de ametralladoras y granadas de fusil.

Estornés observa todo esto desde el puesto de mando y se dirige preocupado al E. M. en busca de instrucciones. Por el camino se encuentra con Francisco Ciutat de Miguel, la operación había fracasado. Este, sin detener su vehículo, vocifera –“Dígale a Saseta que ya puede retirarse”–.

Cándido organiza el repliegue. Deja un pequeño grupo de voluntarios en Areces –mayoritariamente del Amayur–, que deberán cubrir la retirada de sus compañeros, una misión de la cual tan solo uno de ellos, Cruz Villar Igartua, sobreviviría para contarlo. Junto a ellos quedan algunos heridos cuya evacuación ya es imposible.

La retirada se inicia hacia el sur, atravesando una explanada batida intensamente por fuego de ametralladora y artillería rebelde desde el Naranco y Escamplero. Un sargento artillero vasco observaba a través de sus prismáticos lleno de impotencia la dantesca escena pues ya no quedaban proyectiles que disparar en auxilio de sus compañeros –“Algunos corrían enloquecidos, sin saber a dónde dirigirse, pero eran los menos, la mayoría trataban de llevar como podía a algún compañero herido, pero el pobre a los pocos metros tenía que soltar al herido para caer él mismo dos o tres metros adelante. Otros corrían con los fusiles arrastras, de pronto dejaban caer el fusil, y al segundo rodaban por el suelo”–.

El comandante del Amayur, junto a algunos hombres, permanecen en el camino a Premoño, en las proximidades de Areces, organizando la retirada de los hombres en espera de Cándido, pero Saseta no se reuniría con ellos. Había caído guiando a sus gudaris, muriendo junto a ellos. A las 14.00 horas, también se repliegan. Eran la última fuerza que quedaba en vanguardia. La línea se recompone en las proximidades de Premoño, donde tratan de contener al enemigo una vez liberados del cerco de Areces, permitiendo a los rezagados alcanzar las líneas propias y la evacuación de heridos.

A las 10.15 horas del día 24, el Amayur informaba que no se había combatido durante la noche ni hasta el momento de la comunicación. Confirmada la muerte de Saseta se habla de contraatacar Areces para recuperar su cuerpo y el de los demás caídos con apoyo del batallón Mártires de Carbayín, recién enviado de refuerzo. El ataque no fue aprobado. Habían decidido retirarlos a posiciones de retaguardia.

Los sanitarios de los batallones trabajaron sin descanso y con absoluto desprecio por sus vidas, evacuando a los heridos. Tanto Saseta como Fernando Colchonero, comandante médico, habían acordado establecer el puesto sanitario en posiciones avanzadas. Una arriesgada decisión, pero clave para salvar la vida de muchos hombres. En aquel puesto de avanzada se clasificaba a los heridos en función de su gravedad, para ser evacuados con rapidez en las ambulancias, a los hospitales de Mieres, Ujo y Caborana.

El sistema hospitalario colapsó por imprevisión, siendo incapaz de atender tal volumen de pacientes. Los heridos se hacinaban en salas vacías, tendidos en las camillas, esperando la llegada de más camas. Al hospital de Mieres llegaban gudaris con heridas abdominales; allí, totalmente desbordados, los enviaban al de Caborana donde esperaban ser atendidos durante horas, sobre el suelo, en sus parihuelas, para nuevamente ser enviados a Mieres sin haber sido siquiera reconocidos por facultativos sin capacidad ni medios para operar este tipo de lesiones. En Ujo los cirujanos operaban sin descanso, al extremo de no cambiarse los guantes ni el instrumental quirúrgico para esterilizarlos por carecer de tiempo, recambio ni medios de esterilización.

Ante esta situación, la Jefatura Superior Militar de Euskadi, organizó un hospital provisional con 100 camas en el balneario de las Caldas. En él se atendieron sin distinción a todos los heridos llegados del sector, pero hospitalizando solamente a los heridos vascos. Allí agruparon y garantizaron, con material suministrado desde Euskadi, la atención sanitaria de los heridos vascos dispersos en hospitales asturianos, en los que escaseaba el personal, el material y los medicamentos.

El tren sanitario evacuó a Bilbao 400 heridos leves o estabilizados cuya vida no corría peligro, pero aún quedaban otros 400 más cuya evacuación no era recomendable por la gravedad de sus heridas, más aquellos en vía de recuperación que podrían reincorporarse a su unidad en pocos días. El 28 de febrero, la Jefatura Superior de Sanidad Militar de Euskadi estimó las bajas en casi un millar, entre fallecidos, heridos y desaparecidos.

El 6 de marzo llegan los ataúdes de zinc para el traslado de los cadáveres de los gudaris inhumados en Mieres y Ujo. La identificación y localización de estos es posible gracias a la anotación metódica de los lugares y la confección de planos de los mismos.

Esta situación de estrés llegó a afectar a algunos sanitarios. La Jefatura Superior de Sanidad Militar de Euskadi constató al menos dos casos entre los cirujanos expedicionarios que fueron calificados de “depresión nerviosa”. Asimismo y como conclusión de su actuación en Asturias, en la que había fallado la cirugía de retaguardia, establecía la necesidad de creación de equipos quirúrgicos portátiles que pudieran aproximarse al teatro de operaciones con la debida seguridad para sus integrantes.

La estancia de las fuerzas vascas en Asturias estaba prevista para una semana, tras lo cual debían regresar a Euskadi. La tarde del 8 de marzo los comandantes de todos los batallones expedicionarios se reúnen en Trubia y firman un documento solicitando al propio lehendakari Aguirre, también consejero de Defensa de Euzkadi, su relevo del frente asturiano y evacuación inmediata.

Si bien el 11 de marzo sale de Bilbao con destino a Noreña un tren especial con 550 reemplazos de las milicias unificadas para cubrir las bajas sufridas y entre los expedicionarios se extiende el rumor de que van a ser evacuados, el 12 de marzo aun continuaban en Asturias. Ese mismo día, el lehendakari Aguirre sugiere al general Llano de la Encomienda por teletipo el relevo de sus batallones, diezmados por las bajas y la enfermedad, harapientos y en un estado físico deplorable.

La intendencia asturiana no los abastecía por lo que cada día se habían de enviar por carretera víveres y suministros desde Bilbao. Permanecer en Asturias era un sinsentido, siendo tan necesaria su presencia en Euskadi, para constituir una reserva de infantería ante los rumores de una nueva ofensiva rebelde .

El 12 de marzo las baterías de artillería ligera 10ª y 13ª, inactivas por carecer de municiones regresan a Euskadi. Finalmente, el 19 de marzo, la infantería recibe la ansiada orden de relevo. Debían agruparse en Las Caldas, llegan en autobuses y camiones procedentes de las distintas posiciones del frente, exhaustos, famélicos, muchos enfermos, con los uniformes gastados y raídos y en un estado físico lamentable.

El 23 de marzo, a las 22.00 horas, el Eusko Indarra sale por fin desde Avilés en tren con destino a Bilbao. Pronto le seguirían los demás, cerrando el relevo el Perezagua el 3 de abril. El 26 de marzo, día de Viernes Santo, el Amayur forma en columna para dirigirse a la estación de tren donde iban a embarcar. El gudari del Amayur Ángel Cruz Jaca recordaba aquella marcha… –“Parecía desde donde yo estaba, casi al final de la columna, la procesión del silencio. Allí dejábamos muchos amigos y compañeros. Nunca olvidaré aquella salida. El paisaje en Asturias es muy amplio, al menos más que aquí, y yo veía cómo iban con la bandera al frente toda la columna”–.

La expedición tuvo un coste de unos 10 millones de pesetas, una cantidad más que considerable, pero el coste más doloroso e irreemplazable fue el humano, causando, además, un indiscutible impacto moral tanto entre los gudaris y sus familias como el gobierno y la población de Euskadi en general. La expedición a Asturias se saldó con un elevado número de bajas entre ellas, se incluía la de uno de sus más conocidos y queridos comandantes, Cándido Saseta.

La ofensiva de Oviedo también incrementó la desconfianza de Aguirre por Llano de la Encomienda. El lehendakari presionó al Gobierno de la República para que fuese destituido. El gobierno republicano no presentó objeción a esto, siempre y cuando presentara una solicitud oficial, pero privadamente el presidente Largo Caballero desaconsejó al lehendakari la redacción de esta, debido a la campaña de desprestigio que algunos sectores realizarían en su contra y las fatales consecuencias que ello podría ocasionar en el curso de la guerra.

Pasados los años, el lehendakari José Antonio Aguirre tuvo unas palabras de recuerdo para el propio Saseta y para aquellos expedicionarios que aceptaron la impopular misión que les encomendaron. Fue en el Congreso Mundial Vasco celebrado en París entre el 23 de septiembre y 1 de octubre de 1956 –“(…) nunca olvidaré aquellos batallones voluntarios, nacionalistas vascos, que para evitarme a mí un conflicto, porque muchas de estas cosas se conocían,(…) se ofrecieron voluntarios para ir a Asturias: “Aquí estamos de voluntarios para marchar a Asturias” Y Saseta que vino a ofrecerse: ‘A sus órdenes, para donde usted me envíe’(…) En su memoria permitidme que diga que, entre los militares que nos rodeaban, este era un hombre en quien yo tenía la máxima confianza por su absoluta lealtad, (...) Este hombre con su sacrificio, quiso prestar un servicio, y así fue grande.

Yo no lo olvidaré jamás. Como no olvidaré a los batallones de Acción Nacionalista y a los batallones del Partido, el Amayur con Rufino Rezola a su cabeza, que hicieron este servicio porque sabían que el presidente del Gobierno vasco tenía graves dificultades en ese momento. Porque todo cuanto os he dicho antes era conocido de los jefes de las organizaciones y no se prestaban, como es natural, a ser tratados en forma que a unos hombres serios repugna”–.

El autor: Gorka Ortega Ortiz

Nacido en Cruces, Barakaldo en agosto de 1978, reside en el Valle de Mena (Burgos). Técnico administrativo, asesor en el sector privado, asociaciones sin ánimo de lucro y marcas de calidad desde 2000 hasta 2019. Investigador ‘freelance’ desde 2015 sobre unidades y operaciones militares en Euskadi en el marco de la Guerra Civil.