A medida que las tropas sublevadas iban avanzando y hasta el final de la Guerra Civil, un aluvión de prisioneros y prisioneras sin precedentes inundó las cárceles en la zona franquista, obligando a la dictadura a habilitar todo tipo de edificios para que fueran utilizados como prisiones. Uno de ellos fue el antiguo balneario de la playa de Saturraran, en Mutriku, reconvertido posteriormente en seminario tras su cesión a la Diócesis de Vitoria, y que durante la Guerra Civil fue usado como cuartel por ambos bandos.
El 3 de enero de 1938 se inauguraba la que sería una de las cárceles de mujeres más temibles por las presas de los primeros años de la dictadura franquista. Por las celdas de la Prisión Central de Mujeres de Saturraran pasaron entre 1938 y 1944 alrededor de 3.000 mujeres, que sufrieron no solo el encierro, sino las brutales condiciones de vida de las prisiones de Franco. Lo más habitual es que hubiera aproximadamente 1.500 mujeres al mismo tiempo, lo que limitaba el espacio por cada reclusa a la mínima expresión, haciendo que algunas tuvieran que dormir en el suelo. El frío, el hambre, el hacinamiento… fueron solamente algunas de las penurias que las reclusas tuvieron que soportar durante su estancia en Saturraran, todas ellas características habituales en las cárceles de la dictadura. En el caso de este centro, además, su cercanía al mar hacía que la humedad fuera insoportable, llegando a anegar algunas celdas en las que las presas tenían que dormir apiladas en las pocas zonas secas del habitáculo.
Además, hay que subrayar el adoctrinamiento al que eran sometidas las mujeres, con el objetivo de reeducarlas según los principios del franquismo, para convertirlas en lo que el régimen denominaba el “ángel del hogar”. Mujeres sometidas a sus maridos, cuyo fin en la vida no era sino la procreación y la crianza de su prole, alejadas del espacio público y de cualquier tipo de participación política, como había ocurrido durante la II República. En este sentido, las cárceles ejercían también una labor “pedagógica”, en la que los capellanes de las prisiones y las religiosas, que ejercían de celadoras en las cárceles de mujeres, tenían un papel fundamental.
Otra de las características más importantes de la política penitenciaria de la dictadura franquista era la dispersión de los reclusos y reclusas. Los traslados a otras prisiones, muchas veces alejadas cientos de kilómetros de sus casas, suponían un doble castigo tanto para los presos y presas como para sus familias. Los traslados ni siquiera se comunicaban en muchas ocasiones, y la lejanía del destino impedía en la práctica que las familias pudieran visitar los reclusos y ofrecerles apoyo moral y material. Este hecho se puede ver a la perfección al analizar a la población reclusa de Saturraran, ya que casi el 80% de las presas procedían de fuera del País Vasco.
Las mujeres presas tenían que convivir, además, con otra dura realidad, la de la presencia de sus hijas e hijos pequeños en prisión. A las condiciones infrahumanas de la reclusión se sumaba el sufrimiento añadido de ver a los infantes padecer hambre, enfermedades o fallecer. Además, cuando los niños cumplían los 3 años tenían que ser entregados a familiares o eran reclamados las instituciones del régimen, donde eran reeducados y se les hacía renegar de sus madres. Es por eso que las cárceles de mujeres del franquismo fueron una “zona de riesgo de pérdida familiar” como lo ha definido el historiador catalán Ricard Vinyes en sus trabajos.
Las lamentables condiciones de vida suponían un riesgo muy alto para esas niñas y niños, al punto de que se ha podido documentar la muerte de 51 de ellos en la prisión de Saturraran, una cifra que permite entrever la dureza las condiciones de vida de la cárcel. El sufrimiento de las madres de esos niños, en muchos casos bebés, que no podían hacer nada para impedir la muerte de sus hijos, es sin duda una de las más dolorosas realidades de las cárceles de Franco.
No solo las hijas e hijos de las presas morían en Saturraran. El antiguo balneario, otrora lugar de descanso y solaz para las clases pudientes, era ahora un lugar de encierro y muerte. En los seis años en los que funcionó la cárcel, 156 mujeres perdieron la vida entre sus muros, además de los 51 niños y niñas. Así, 34 personas morían cada año en la prisión de Mutriku, la mayoría de ellas a consecuencia de enfermedades directamente relacionadas con las condiciones de vida. La tuberculosis o la fiebre tifoidea fueron algunas de las causas de muerte más habituales, ambas vinculadas a la humedad, el frío, y la falta de alimentación e higiene, lo que dice mucho de las condiciones que sufrían las presas en Saturraran.
En cuanto al perfil de las mujeres que pasaron por la prisión, fueron sobre todo mujeres jóvenes (el 39% tenía entre 18 y 30 años), aunque hubo también algunas que entraron a la cárcel siendo aún menores de edad o, en el otro extremo, siendo ya ancianas. Al menos una de las reclusas de Saturraran cruzó por primera vez las puertas de la prisión habiendo cumplido los 80 años, por lo que queda claro que la edad no era un impedimento a la hora de sufrir la represión penitenciaria franquista.
La gran mayoría de las presas procedían de diversas provincias españolas, destacando Asturias, Badajoz o Madrid, entre otras. Sin embargo, hubo mujeres de casi cualquier origen, ya que la política de dispersión de la dictadura provocó traslados masivos de mujeres y hombres a cárceles de cualquier punto del Estado. De la misma manera, era habitual encontrar presas vascas en Baleares, Andalucía o Cataluña, por ejemplo.
Al analizar los expedientes penitenciarios de la prisión, uno de los datos que más han llamado la atención es el altísimo porcentaje de mujeres a las que se consideraba, profesionalmente hablando, amas de casa. En los documentos originales, el apéndice de la profesión se denomina “sus labores”, “su casa”, o “su sexo”, por norma general. Sin embargo, un análisis más exhaustivo de la propia documentación judicial permite ver que buena parte de esas mujeres sí tenían un trabajo, además del que suponía gestionar sus casas. Sin embargo, los funcionarios franquistas no se molestaron en plasmarlos, dando por hecho que las mujeres se dedicaban a aquello que la dictadura pretendía, fuera o no verdad. Este dato, por tanto, dice mucho más de quienes crearon la documentación que de las mujeres a las que encarcelaron. Del estudio de la documentación se desprende que las mujeres presas en Saturraran estaban sometidas a unas penas de prisión altas, siendo condenadas la mayoría de ellas a 30, 20 o 12 años de reclusión por rebelión, adhesión a la rebelión o incitación a la rebelión.
Rivalidades y rencillas
Según la información que figura en sus consejos de guerra, una minoría participó en el frente como miliciana, siendo la mayoría de ellas juzgadas por sus actividades o hechos acaecidos en la retaguardia. En este sentido, las acusaciones más graves son aquellas que denunciaban que estas mujeres militaban en partidos o sindicatos de izquierda, vestían mono de miliciana, portaban pistola y acompañaban a los hombres de las milicias cuando estos iban a detener a personas de significación derechista. Otras veces, las mujeres eran acusadas de haber delatado a vecinos que posteriormente habían sido detenidos o de haber realizado asaltos y saqueos en iglesias y domicilios particulares de “personas de orden”, algunos de cuyos bienes aparecían en la casa de la encausada. En las acusaciones menos graves, las mujeres presas en Saturraran habían sido condenadas por sus simpatías políticas o, simplemente, por realizar algún tipo de comentario despectivo acerca del ejército o sobre la marcha de la guerra. La veracidad de todas estas acusaciones era dudosa y, como afirma el historiador gallego Julio Prada, “detrás de ellas se escondían todo tipo de rivalidades, rencillas y disputas sobre las más variadas cuestiones, además de las de índole político”, más aún en el ámbito rural, de donde procedían buena parte de las presas de la cárcel de Saturraran.
Aunque funcionó durante seis años, la mayoría de las presas que entraron en la prisión situada en Mutriku fueron trasladadas allí entre los años 1938 y 1941. Esto responde a una lógica muy sencilla, la del desarrollo de la Guerra Civil. La caída del Frente Norte llenó las cárceles de presas y presos, caso de las cientos de asturianas que acabaron recluidas en Saturraran, algo que se reproduce tras el final de la guerra en 1939.
El cierre de la prisión, en 1944, responde a la estrategia llevada a cabo por la dictadura de vaciar las cárceles de todo el Estado. Tras ganar la guerra, el franquismo fue consciente de que la cantidad ingente de prisioneras y prisioneros que se hacinaban en las cárceles de Franco era insostenible. Por ello, se comenzó a conmutar condenas y a sacar en régimen de libertad condicional o atenuada a miles de personas de las prisiones. Las razones no respondían a una cuestión humanitaria, sino a que la dictadura no podía permitirse tener a tanta gente en la cárcel, sin ser productiva para la sociedad, sin participar en el crecimiento económico de un país inmerso en una profunda crisis y costando dinero a las arcas del Estado. Por ello, se forzó la salida de prisión de quienes tenían condenas más leves, y se conmutaron penas de manera masiva, además de aplicarse indultos.
Todo ello llevó al cierre de la prisión guipuzcoana en mayo de 1944, tras lo que buena parte de las prisioneras que quedaban fueron trasladadas a la otra gran cárcel vasca de mujeres, la Prisión Central de Amorebieta. Las mujeres que fueron liberadas lo hicieron en régimen de condicional o atenuada, con lo que no podemos pensar que sus condenas acabaron al abandonar la cárcel, ya que la libertad de la que iban a disfrutar, ya de por sí inexistente en una dictadura como la franquista, era aún más limitada en su caso.
En definitiva, la Prisión Central de Mujeres de Saturraran fue una de las cárceles de mujeres más importantes de la dictadura franquista, y es un buen ejemplo de las principales características del sistema penitenciario franquista. La política de dispersión, la importancia del adoctrinamiento y las durísimas condiciones de vida fueron el pan de cada día en el antiguo balneario, que llevó a un sufrimiento extremo a las mujeres que pasaron por allí, e incluso a la muerte en muchas ocasiones.