Probablemente porque el verano desdibuja y suaviza los contornos más ásperos de la realidad y por aquello de que los vapores estivales estimulan una incontrolable sensación de euforia, algunos clubes de fútbol acostumbran a pergeñar cada año por estas fechas decisiones de alcance económico impensable. Decisiones que contrastan de manera abusiva con las condiciones materiales de existencia de quienes nutren con su seguimiento del espectáculo -sea como socios de los clubes o como audiencia- un deporte cuyo modelo de negocio parece estar frecuentemente gestionado con el mismo apéndice con el que se practica: con los pies.
En las últimas temporadas el Barcelona y el Real Madrid ya acostumbraban a copar la mayoría de puestos del Top ten de los fichajes extraterrestres, pero este año amenazan con batir todos los registros como si el contexto económico que habitan no les influyera en absoluto. Milagrosamente, mientras sus socios y aficionados sufren los rigores de una prolongada crisis, a las cuentas de resultados de los dos equipos más "poderosos" del mundo parece quedarles margen para "invertir" en fichajes como el de Neymar por el Barça -57 millones de euros, aunque nunca esté muy claro cómo se desglosa dicha cantidad, entre derechos, bonus y comisiones-, o el más difícil todavía en el que parece estar empeñado el Real Madrid de Florentino Pérez con el fichaje de Gareth Bale.
Independientemente de que la contratación se materialice finalmente o no, plantearse siquiera el fichaje de un jugador como Bale por una cantidad próxima a los 90 millones de euros revela el nivel de alienación alcanzado y el declive definitivo del concepto valor en el fútbol actual. El galés es un gran jugador, nada menos. Pero tampoco nada más. Y así está la baraja repartida entre órdagos, alardes de músculo, negociaciones de película y cantidades que solo pueden llegar a plantearse cuando un presidente está realmente implicado en ello. Vamos, cuando es cosa suya. De ahí que el único antídoto ante un ego presidencialista de esa altura sea otro de carácter ciclópeo. El de Joe Lewis, propietario del Tottenham, por ejemplo. Veremos si en este caso, como decía Sánchez Ferlosio, cuando la flecha está en el arco tiene que acabar partiendo.
Hace ya algunos años que Simon Kuper y Stefan Szymanski escribieron '¡El fútbol es así! (Soccernomics)', una obra que mostraba la aparentemente invencible tendencia a convertir el espectáculo colectivo más seguido de nuestros días en un negocio completamente ineficiente. O, por ser más precisos -y pese a la ficción generada por su notoriedad desmedida-, para demostrar que el fútbol ni siquiera es un negocio. Al menos en sí mismo, que no dudamos que lo sea para muchos de sus protagonistas individualmente. De hecho, con los niveles de deuda contraída por la mayoría de equipos de la Liga española podría ilustrarse una antología de la contragestión. No existen entidades intrínsecamente más ruinosas ni accionistas, seguidores y socios menos exigentes con sus gestores.
Cuando los analistas evalúan entidades o empresas digamos que normales, suelen centrarse a grandes rasgos en su capacidad para generar beneficios o, si acaso, en el valor que tendrían en el caso de ser vendidas. Con los equipos de fútbol no resultaría sencillo ni desde una perspectiva ni desde la otra, pero especialmente imposible desde la de los beneficios: algunos de los clubes de fútbol más poderosos también encabezan los ránkings de los más endeudados, como es manifiesto en el caso de Real Madrid y F.C. Barcelona. No deja de ser una singular paradoja.
El libro de Kuper y Szymanski sirve, además, para dimensionar con realismo el peso relativo del fútbol como sector económico: ni el Real Madrid, ni el F.C. Barcelona o el Manchester United se aproximarían al tamaño necesario para ingresar en el índice S&P 500. Puede que el mundo del fútbol sea enorme, e infinitas las emociones que genera, pero sus medidas de mercado no lo son tanto.
Con todo, el esquema de razonamiento del fútbol actual produce alguna suerte de encantamiento que arrastra a todo aquel que le dedique atención. Llamativamente, a las televisiones y la explotación de los derechos televisivos de la Liga. Y no solo por la imposibilidad de encajar hasta el momento un negocio sostenible para las plataformas televisivas de pago -Canal + y Gol TV-, sino por el modelo de reparto de los ingresos por los derechos televisivos, abrumadoramente desproporcionado en favor de Real Madrid y F.C. Barcelona.
Con los datos de la propia Liga de Fútbol Profesional disponibles en su memoria anual -los últimos datos actualizados son de la temporada 2011/12-, entre ambos equipos obtienen un 35% de la audiencia global de espectadores de televisión de fútbol liguero. Los ingresos que perciben por este concepto ambos, en cambio, superan el 50% del montante total destinado para todos los clubes. Unos 150 millones de euros para cada uno por cada temporada que dinamitan la capacidad competitiva del resto de equipos y, especialmente, la sostenibilidad y el futuro económico de quien pretenda disputarles el duopolio a través de "refuerzos", léase fichajes y endeudamiento.
En esas condiciones, renovadas temporada tras temporada, la profecía que se autocumple se ejecuta una y otra vez en una espiral que degrada la posibilidad misma de la competencia deportiva. No hay más que echar un vistazo posición por posición a las plantillas del Barça y el Real Madrid para resumirlo todo y chocar con la abismal distancia entre ambas y el resto de equipos que apuran sus pretemporadas estos días.
Habrá que refugiarse en la paz veraniega, confiar en el desarrollo normativo real del concepto "juego limpio financiero" esbozado por la UEFA -cuyo equilibrio de fuerzas y composición como organización no está muy alejado del problema que proclama pretender atajar, en todo caso- e insistir en la imprescindible racionalización de los ingresos televisivos, en plena crisis financiera de los mismos operadores que los gestionan.
Y soñar. No dejar de soñar que, incluso así, incluso entre todos estos condicionantes, equipos como el Athletic pueden competir al máximo nivel. Seguir soñando, porque ganar siempre con todas las ventajas en la mano implica banalizar el sentido de la victoria como resultado de un proceso, de un esfuerzo. Trivializar su valor.
O, simplemente, continuar soñando porque a veces uno no sabe demasiado bien qué quiere ser en la vida, pero tiene perfectamente claro lo que no.