El heredero es rey
El decisivo Milito catapulta al Inter con dos goles y un lujo de asistencias
bilbao
NO era uno de los grandes nombres de la final, no era uno de los pesos pesados que reclamaba el público para alimentar una final de la Liga de Campeones. No parecía ingrediente principal para el festín. Los focos preferían dirigir sus miradas a los Robben, los Eto"o o hacia el díscolo Mourinho, con mucho más morbo a sus espaldas. Los dos primeros salieron de sus clubes por las puertas de atrás, como renegados, y, sin embargo, se plantaban en la final que tanto ansiaban Real Madrid y Barcelona para jugar en el Santiago Bernabéu. Caprichos que se toma el fútbol, que, en ocasiones, pocas, concede segundas oportunidades. El técnico portugués, por su parte, es el eterno rebelde, la esperanza blanca de futuro, tamaño atractivo para la pasarela de la capital del Estado. Sin embargo, El Príncipe Diego Milito (12-VI-1979, Bernal), tan sigiloso como laborioso, con un perfil que no invita a pensar en megacrack, quiso erigirse en rey y destronar las especulaciones previas que orbitan entorno a todo gran compromiso, donde mucho se habla, pero pocas veces se atina. Es, también, la preciosidad de este deporte, en el que no hay nada escrito como inamovible, en el que cualquiera puede endiosarse o caer al abismo en cuestión de minutos. No obstante, lo de Milito no fue un flashazo, no fue una ráfaga de luz en medio de la noche madrileña, lo suyo fue la recompensa al tesón de quien se faja aislado, inmerso en la zaga enemiga con fe ciega en la victoria. 90 minutos de carrera hacia el Olimpo. Fue el delantero albiceleste la marea que arrastró al Inter hacia el título.
Mientras Eto"o campaba desaparecido en su banda derecha, Milito se desgañitaba con el pobre Demichelis, y Mourinho, que lo veía claro, pedía balones para Diegol. El ariete argentino estaba tremendo, lo atrapaba todo. Parecía que portaba imán en sus botas para atraerlo y cola de contacto para retenerlo. Eso se pudo ver temprano en la final. El oasis en medio del desierto interista se llamaba Milito. Y mientras el Bayern de Múnich hacía méritos con la posesión del balón, los de Mou aguardaban agazapados en la trinchera y esperando a la capacidad de su ayer referente de ataque para dar de jugar tras el balón tocado en largo, para esperar a su creatividad después de la rifa del pelotazo.
Milito era el eje, una bisagra, el astro rey del conjunto italiano. Todo giraba a su alrededor. Él, lejos de lo bizarro, apartaba lujos y tocaba paciente de cara. No podía el peso del balón con su cordura, con su sensatez en las decisiones. Y ante esta tesitura llegó la ocasión. Corría el minuto 35. Sacó Julio César de portería y Milito mató la pelota con su cabeza para ceder a Sneijder de cara, que devolvió para El Príncipe y éste culminó el mano a mano con Butt. Anotó frente a la Roma en la final de la Copa de Italia, marcó frente al Siena en el último partido de la Serie A con la Liga en juego y ayer hacía diana de nuevo, brecha para el luminoso.
Irónicamente, como Milito lleva los dos patitos en su espalda, el 22, pues hizo gala al mismo. Y para más inri, se los hizo a Butt, el otro 22 sobre el terreno de juego. Pero antes dio asistencias de lujo a Sneijder y a Pandev que ambos marraron.
La increíble capacidad de un Milito in crescendo, jugando siempre en el umbral del fuera de juego, se materializó en el minuto 70, cuando arrancó a 30 metros de la portería y enfiló el arco. Quebró a Demichelis con un recorte y cruzó con maestría para firmar el segundo tanto. Se tocaba el corazón tras perforar la red. Latía desencajado, enamorado del gol. Fue su encumbramiento. El heredero es rey, el Rey Milito.